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Lo llamaban el Tigre de Malasia. En 1942, su nombre bastaba para sembrar terror: había derrotado a ejércitos británicos muy superiores en número y había tomado Singapur en una de las victorias más fulminantes de la guerra. Su fama era la de un general invencible.
Pero en 1944 todo cambió. Japón estaba perdiendo la guerra y fue enviado a Filipinas, un frente condenado desde el inicio. En la isla de Leyte, sus soldados cayeron casi todos: el 97 % murió, la mayoría no por balas, sino de hambre y agotamiento.
Luego llegó la batalla por Luzón. Los estadounidenses avanzaban con fuerza, y Yamashita tomó la decisión más sensata que le quedaba: retirar sus tropas de Manila para evitar la destrucción de la ciudad. Pero no todos lo obedecieron. Miles de marinos japoneses permanecieron en la capital y desataron una violencia indescriptible. Durante un mes, Manila se convirtió en un infierno: más de 100.000 civiles murieron entre bombardeos, incendios y masacres.
Yamashita no había dado esas órdenes, ni tenía control real sobre las tropas rebeldes. Pero cuando la guerra terminó, el general Douglas MacArthur necesitaba un responsable. El juicio fue apresurado, cuestionado incluso por juristas aliados, y terminó con la condena a muerte de Yamashita.
El 23 de febrero de 1946, el Tigre de Malasia fue ejecutado en Filipinas. Antes de morir, expresó arrepentimiento: no por sus victorias militares, sino por no haber podido detener la barbarie que se cometió en su nombre.
En la guerra, entendió demasiado tarde que el enemigo no siempre es el que se ve en el campo de batalla. A veces es lo que no se puede controlar. (Tomado de Datos Históricos)