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Por Irán Capote ()
Pinar del Río.- Me da mucha alegría saber que el empeño y la utopía se mantienen intactas, o al menos persisten en no dejarse vencer por tantas dificultades, crisis, distancias y ausencias. La tenacidad y el esfuerzo sustentan los empeños de todos los que seguimos haciendo teatro en Cuba, incluso aquellos que no estamos totalmente allí ahora mismo.
El teatro es presencia. Y nuestras presencias ahora, como tantas veces en la historia de la Isla, incluyen los fragmentos, las huellas, las marcas del movimiento de cada uno sobre un mapa, un paisaje o el trazado de nuestras ilusiones.
Las presencias también son recuerdos y deseos perdurables y activos. Por eso celebro el deseo de hacer el Festival de Teatro de Camagüey, por encima del hecho irrefutable de la crisis que Cuba vive hoy y que es urgente resolver. Celebro esta posibilidad porque supongo que viene cargada de fe y buenos sentimientos, buenos y nobles deseos, y no de intenciones caprichosas para mostrar logros y metas cumplidas, posiciones o demostraciones de fuerzas de que sí se puede a pesar de todo.
No puede el Festival del Teatro CUBANO, servir de aliciente o vitamina para el simulacro y el enmascaramiento de nuestras dolencias. Bien que relatemos nuestras esperanzas y nuestras amplias y plurales maneras de tratralizar nuestras realidades. El gesto de seguir vivos en los escenarios, no es solo una conquista, sino una necesidad de vida, personal e íntima.
Celebrar esa posibilidad de existir haciendo lo que nos gusta, gracias a nuestro temple y a nuestras decisiones personales, es el mayor gesto creativo y político del teatro urgente de una isla, un país y una nación que hoy, más que nunca, vive en sus fragmentos, sean estos reales o imaginados, como resuena aquella canción del grande Juan Formell. Y digo esto frente al cartel del evento. Hermoso cartel donde el estereotipo de lo teatral no está en primer plano. No hay rostros, con o sin máscaras. No hay arabescos decorativos. Hay mapas, planos, croquis… hay zonas oscuras que interrogan al color y a la luz.
De ese contraste nace otra idea de la urgencia que tememos siempre, artistas y públicos, de atravesar los más complicados entramados de paisajes y tiempos, de distancias y ausencias, para encontrarnos otra vez y repetir hasta el absurdo el acto teatral como un suspiro de aliento y de vida. Y digo absurdo, no por su aparente inutilidad en tiempos tan duros, sino por la hondura y visceralidad de la decisión de hacer teatro, no pese a todo, sino al contrario, por todo lo que de liberador que puede ser el teatro cuando trata de revelar, bajo otras luces, la realidad luminosa y oscura en la que vivimos.
Mis respetos y admiración por todos los que sinceramente se afanan en hacer del teatro un compromiso ético con la verdad y la belleza, y con los trabajadores culturales que también hacen suya la apuesta de los creadores, poniendo todo lo que pueden para que nuestras obras encuentren la mejor plaza para su realización.
Donde quiera que esté, mi compromiso permanece, porque yo también «creo en lo que está vivo y cambia «.
¡Éxitos en Camagüey!