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El 21 de agosto de 1911, el Louvre amaneció mutilado: el retrato más célebre de Leonardo da Vinci había desaparecido. La pared donde colgaba la Mona Lisa quedó desnuda, y la noticia se propagó como un relámpago: Francia había perdido uno de sus tesoros más preciados.
El misterio desató una tormenta. La policía interrogó a artistas vanguardistas como Picasso y Apollinaire, sospechosos por sus ideas radicales. Pero la verdad era mucho más simple, y quizá más fascinante: el ladrón no era un genio del arte, sino Vincenzo Peruggia, un pintor de brocha gorda italiano contratado para pequeños trabajos en el museo.
Con la calma de quien cree en su causa, Peruggia se escondió en un armario, esperó a que las salas quedaran vacías y salió vestido con una bata blanca de empleado. Descolgó la pintura, la ocultó bajo su abrigo y atravesó las puertas principales del Louvre, sin que nadie reparara en él.
Durante dos años, la Gioconda permaneció escondida bajo su cama en Florencia. Peruggia sostenía que no era un ladrón, sino un patriota: creía que el cuadro había sido robado por Napoleón y debía regresar a Italia. El secreto solo se rompió cuando intentó venderla a un anticuario, y fue detenido.
En 1913, la Mona Lisa volvió al Louvre, recibida como una heroína repatriada. Pero el robo había cambiado su destino: ya no era solo una pintura renacentista, era un icono universal, rodeado de misterio y fama.
El gesto de un hombre corriente, armado únicamente con determinación y un abrigo demasiado grande, convirtió a la obra en el retrato más célebre del planeta. Un recordatorio de que, a veces, el mito nace no del pincel, sino del silencio dejado por su ausencia. (Tomado de Datos Históricos en Facebook)