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La Habana.- Estaba yo en la beca, cursando mi noveno grado. Esa tarde, me tocó hacer trabajo de oficina. Nosotros trabajábamos en el huerto, la limpieza, la fábrica de radios, la de pilas, el cítrico, la industria deportiva…
Como decía, estaba en la oficina de R.R , el Jefe de vida interna y hasta allí llegó un muchacho, de los nuevos. Lleno de sudor, con el rostro endurecido, sin una lágrima y dispuesto a contar su verdad y asumir las consecuencias de sus actos, pero sin arrepentimiento.
En el huerto, uno de los estudiantes más grandes trató de trajinarlo (en mi época no se decía bullying) y la cosa llegó a mayores. Tanta fue la humillación, que hasta piedras le tiraron. Entonces, con lo que tenía en la mano ( el machete) le fue para arriba al acosador y le dio un planazo en la pierna… y sí, corrió la sangre y hubo que correr con el otro, con el «bravucón» que lloraba como muñeca y pedía clemencia…
El profe RR me pidió salir de la oficina, traer un poco de agua y que no me fuera. Luego se encerró a hablar con el muchacho.
Los padres llegaron en menos de una hora. Era gente linda, decente, educada. Lo primero que hicieron fue abrazar a su hijo y de inmediato se ofrecieron para ir al hospital donde estaba el otro.
Durante todo ese tiempo, el muchacho del machete no lloró, no pidió clemencia, tampoco se mostró orgulloso de como habían terminado las cosas, pero cuando los padres hablaron de ir al hospital, dijo: «¿Pudiera ir con ustedes? Quiero saber cómo está él…».
Esa noche en la beca, el machetazo del huerto fue la comidilla de todos. Las versiones eran muchas pero en todas, el muchacho del machete era descrito como un hombre cojonú y como un tipo que no era de buscar líos.
Yo, que le ví los ojos, sabía que era verdad, a pesar del tremendo lío y su reacción extrema y violenta.
También sabía que lo iban a botar de la beca, que le harían la vida imposible de muchas maneras y que, de haber tenido más filo el machete, la cosa habría terminado en los tribunales con la vida joven de un estudiante ejemplar, pudriéndose en una cárcel y con otro cojo, muerto o con una pierna de menos.
Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido un bravucón con mucho miedo y complejo, que se quiere hacer el bárbaro para evitar que lo trajinen. También un tipo que no se deja trajinar y planta cara, sin unirse a los bravucones.
Uno y otro extremo han provocado miles de historias en las antiguas tribus, en las modernas escuelas, en cualquier barrio. Pero a mí, quienes de verdad me hacen saltar de vergüenza, donde yo pienso de verdad que hay que poner coto y tomar medidas es en el bulto, en la masa que se mueve descerebrada de un lado a otro, sin criterio y con esa risa estúpida de claque que aplaude sin entender la obra.
Las virulillas histéricas que echan fuego a la hoguera, siempre listas a sacar el celular, siempre listas a prender el avispero.
Curiosamente, muchas de esas virulillas (que la palabra sea femenina no quita a las virulillas machos de la ecuación), pueden un día hasta optar por la carrera de magisterio y ya esas son palabras mayores.
Palabras mayores pero que no se quedan en una posibilidad. Ell día 2 de septiembre, el segundo día del curso escolar, dos de esas estudiantes de magisterio se fajaron en pleno parque de La Normal con halones de pelo e insultos… que yo lo vi.
Porque amigos, la cáscara guarda el palo pero ya no hay cáscara que disimule la fruta podrida en la que estamos convirtiendo la educación de los cubanos, en la escuela, en la casa, en el barrio…
Tenemos un problema grande, muy grande y mucho más filoso y menos frágil que la punta de un lápiz.