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El primer grito y la jaula: infancia, lealtad y el sueño truncado en Cuba

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- Al nacer, el recién llegado a este mundo es un manojo de potencialidades ciego a los mapas que lo rodean. Su primer aliento es idéntico en cualquier latitud: un acto puro de vida, desprovisto de banderas o doctrinas.

Los padres, de cualquier especie en el reino animal, desde el pájaro que alimenta a sus polluelos hasta el felino que enseña a cazar, comparten un impulso primordial inscrito en el código de la existencia: la supervivencia de la progenie. Es el mandato biológico más antiguo, la urgencia de que ese nuevo ser no solo respire, sino que perdure, se fortalezca y, en el mejor de los casos, prospere. El mundo es una selva de oportunidades y peligros, y la misión primera es equipar al recién llegado para que la navegue.

En la vasta mayoría de las sociedades humanas, ese instinto de supervivencia se traduce en una aspiración compleja y matizada. Los padres anhelan, con una mezcla de esperanza y temor, ver a sus hijos convertirse en adultos autónomos, en «personas de bien».

El proyecto de vida se construye sobre pilares como la educación, entendida como herramienta de movilidad y criterio; la forja de un oficio o profesión que garantice sustento y dignidad; y la construcción de un proyecto propio, ya sea un negocio, un trabajo estable o una carrera que otorgue realización personal. Es el sueño universal de ver a la cría volar con sus propias alas, dueña de su destino.

En Cuba es diferente

Sin embargo, existe una excepción notable, una geografía donde la brújula moral se recalibra con una fuerza distinta. En Cuba, recuérdese, el gran objetivo no es la autonomía, sino la adhesión. No se prioriza la prosperidad individual, sino la lealtad colectiva.

El instinto de supervivencia parental es secuestrado por un designio superior que lo trasciende y lo anula. El proyecto deja de ser la persona para ser el militante.

Así, lo que se le pide como prioridad a los padres en la isla no es que el hijo sobreviva para sí mismo, sino para la causa. No se les pide, en un ejercicio sutil y constante, que eduquen para la libertad de pensamiento, sino para la fidelidad a la Revolución. El currículum oculto, el verdadero, no se evalúa con notas, sino con actos de sumisión.

La meta no es que el niño devenga un ingeniero brillante, un médico emprendedor o un artista con voz propia; la meta suprema, el único éxito social y político garantizado, es que se convierta en un fiel. Fiel a los Castro, a su legado, a la maquinaria partidista que perpetúa su nombre.

La educación para la entrega incondicional

La figura arquetípica, el santo laico de este panteón, es el Ché. Ser como el Ché no significa emular su espíritu crítico —que lo tuvo, y lo pagó caro—, sino encarnar el mito del guerrillero sumiso, del soldado abstinente y dogmático. Se educa para la entrega incondicional, no para el cuestionamiento.

El sistema se encarga de recordar que cualquier desvío de esa línea de fidelidad tiene un coste tangible: la exclusión, el ostracismo profesional, la pérdida de cualquier oportunidad. La supervivencia, entonces, depende de la lealtad performativa.

Al final, el contraste es desgarrador. Mientras en el mundo el vuelo del hijo es la culminación del esfuerzo parental, en Cuba el éxito es el arraigo a la jaula. El instinto natural de que la cría supere al progenitor es suplantado por la obligación antinatural de que lo perpetúe en su silencio.

Así, el primer grito del cubano no es solo de vida, sino de ciudadanía en un régimen donde la mayor virtud, irónicamente, es aprender a no volar jamás.

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