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En 1874, un anuncio sacudió los salones de la aristocracia británica: Lord Randolph Churchill, miembro de una de las familias más antiguas de Inglaterra, iba a casarse con una estadounidense. Y no con cualquiera, sino con Jennie Jerome, hija de un financiero mujeriego y de una madre ambiciosa, conocida en los círculos de Nueva York más por su audacia que por su linaje.
El compromiso llegó tras apenas tres días de conocerse. La noticia fue recibida con horror en la familia Churchill. ¿Una norteamericana sin título, sin sangre azul, convertida en Lady Randolph? La respuesta era un rotundo no. Pero la indignación cedió pronto ante un cálculo frío y despiadado: la fortuna de los Jerome. Mientras la aristocracia inglesa se desangraba económicamente, los estadounidenses ricos estaban ansiosos por comprar respetabilidad. El padre de Jennie estaba dispuesto a pagar una dote que, en valores actuales, superaba los 4,3 millones de dólares. Y entonces, lo que antes era un escándalo, se convirtió en una solución.
Jennie, brillante, sofisticada, apasionada, entró en la familia Churchill por la puerta que el dinero abrió de golpe. Lo que sus suegros nunca pudieron prever es que esa unión marcaría la historia de Inglaterra: Jennie se convirtió en madre de Winston Churchill, el hombre que, medio siglo más tarde, sería el rostro de la resistencia británica frente al nazismo.
Lo que parecía un simple matrimonio de conveniencia se transformó en algo mucho mayor: el inicio de una moda. Las llamadas “princesas del dólar”, herederas estadounidenses cargadas de riqueza, comenzaron a llegar en oleadas a Europa. Ellas entregaban dinero fresco; a cambio recibían títulos, mansiones y un lugar en el tejido aristocrático. Y, con ellas, la nobleza británica se transformó para siempre.
Todo empezó con aquella boda en 1874. Los Churchill creyeron haber hecho un pacto con el dinero. Sin saberlo, también habían pactado con el futuro. (Tomado de las redes)