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El niño en el pizarrón

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Por Edi Libedinsky ()

En la Corea de 1962 nació un niño que parecía desafiar las leyes del tiempo. Su nombre era Kim Ung-yong, y muy pronto el mundo lo llamaría prodigio.

Antes de aprender a escribir su propio nombre, ya leía con fluidez coreano, japonés, alemán e inglés. A los tres años resolvía problemas matemáticos como quien arma un rompecabezas, y a los cinco fue invitado a la televisión japonesa, donde dejó al público atónito resolviendo ecuaciones diferenciales en vivo.

Mientras otros niños aprendían a contar con los dedos, Kim asistía a cursos de física en la Universidad de Hanyang. Su capacidad era tan deslumbrante que a los doce años obtuvo un doctorado en Estados Unidos y fue contratado por la NASA como investigador. Su coeficiente intelectual, estimado en 210, lo situaba muy por encima de cualquier parámetro conocido.

Pero detrás de los titulares, había un niño.

Un niño que creció rodeado de libros y fórmulas, pero con la soledad como compañera silenciosa. No fue marginado, ni burlado: simplemente vivió a un ritmo tan distinto, que nadie podía seguirlo.

Regresó a Corea en 1978 y eligió otro camino: se graduó como ingeniero civil y se dedicó a la enseñanza, buscando un equilibrio entre la mente brillante y la vida común.

La historia de Kim Ung-yong no es solo la de un genio precoz, sino también una advertencia: el intelecto puede romper barreras, pero el corazón humano necesita compañía, juego y ternura.

Porque incluso los más sabios descubren, tarde o temprano, que la verdadera grandeza no está solo en los números, sino en la forma en que elegimos vivirlos.

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