Por Manuel Viera ()
La Habana.- Muchos desde lejos de Cuba llegan a tener la sensación de que el cubano apoya el dolor, el hambre, el sufrimiento. Muchos, incluso desde adentro, llegan a tener ese mismo parecer. Muchos se desesperan con este sinsentido. Y es que pareciera que mientras más dolor, más sufrimiento, más hambre, más violencia, más pobreza… más conforme vive el cubano.
Ese conformismo que pareciera apoyo, se llama miedo y le he visto muchas veces a los ojos. Un miedo inculcado, un miedo incorporado a la genética social, un miedo aprendido a lo largo de muchos años.
Una gran parte de los cubanos, forman eso que llamamos dos personas diferentes en un solo cuerpo. Uno que critica duramente el sistema, uno que reconoce que nada funciona y que tiene que cambiar mientras está en la calle, en una cola, al calor de un apagón, luchando la remesa del exterior con la que vive, o rodeado de amigos de confianza, pero tristemente es otro mientras está en su trabajo, en su escuela o en la reunión del CDR.
Esa es, tristemente, Cuba. Mientras un cubano sea capaz de ser dos personas diferentes, mientras el miedo le haga montar dos personajes diferentes… nada va a cambiar.
Hace unos cuatro años, en medio de la pandemia, alguien llegó a mi casa para pedirme que hiciera público que en su trabajo los tenían trabajando y enfermando de COVID, aún cuando eran madres de menores de edad. Al obligarlos a hacer trabajo no imprescindible en las oficinas de una organización política, algo que se alejaba de lo establecido por aquel entonces.
Le pregunté si estaba segura de lo que iba a hacer y muchas veces me dijo que sí. A los tres días de haber expuesto aquello, sin hacer mención a su nombre, pero sí dirigirme directamente a su empleador, vino a mi casa en tono de burla a decirme que aquello no lo había leído nadie.
A la semana se desató el infierno. Enviaron para su casa con salario garantizado a todos los vulnerables, como estaba establecido, pero desataron la cacería de brujas para averiguar qué trabajador me había pasado la información.
Ella había logrado lo que quería pero algo nuevo había despertado en ella… el miedo. La chica borró todo lo que nos vinculaba en Facebook, me bloqueó incluso, y el susto fue tal que cuatro años después, aún viviendo muy cerca de mi casa, nunca más me dirigió la palabra.
Hace apenas unos días, me encontraba con un amigo en El Vedado habanero y unos chicos camagueyanos se nos acercaron preguntando cómo adquirir combustible de forma informal. Se quejaron del abandono por una semana en La Habana por parte de su empresa, de no tener cómo regresar por falta de combustibles, se quejaron de la gestión de sus jefes, de no tener hospedaje para dormir.
En fin, su situación me conmovió bastante, pues incluso tenían aquel carro estatal cargado de mercancías.
Expuse aquello porque me parecía increíble y parecían unos chicos muy convencidos y molestos con aquella situación. Lo expuse porque sabía que los podía ayudar, porque aquello llegaría a sus jefes, quienes, como buenos dinosaurios, buscarían una vez expuestos, una rápida solución.
Al otro día me llegó un mensaje de uno de esos muchachos que decia: «Nuestra empresa es una gran familia. Gracias a la gestión de nuestros jefes ya estamos en Camaguey. Nosotros solo queríamos saber dónde había combustibles. Nunca nos quejamos ni de nuestra empresa ni de nuestros jefes».
¿Que por qué no cambiamos nuestra triste situación por más que todo empeora? Es muy simple: porque la mayoría de los cubanos sigue poniendo el absurdo por encima de lo que verdaderamente importa. Porque la mayoría sigue poniendo el miedo por encima de los deseos de cambio.
Si solo cada cubano perdiera el miedo a reclamar lo que como derecho le asiste, sin pensar solo en sí mismo, hoy Cuba tuviera una cara muy diferente
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