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Por Luis Alberto Ramirez ()
En la historia política de América Latina abundan los casos de líderes que han debido enfrentar acusaciones internacionales, muchas veces relacionadas con el narcotráfico. Sin embargo, la manera en que cada uno de ellos respondió a la presión marcó la diferencia entre la permanencia en el poder y la caída estrepitosa.
En los años ochenta, Fidel Castro se vio seriamente comprometido cuando las autoridades estadounidenses descubrieron vínculos entre altos funcionarios cubanos y el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, realizado con la colaboración de lancheros refugiados en Miami. La situación era grave: la propia élite militar cubana estaba implicada en la operación.
La reacción de Castro fue rápida, fría y calculada. Antes de que los norteamericanos hicieran un movimiento frontal, él mismo mandó a encarcelar y fusilar a quienes, bajo sus órdenes, habían participado en las operaciones de narcotráfico.
Generales, oficiales y colaboradores directos fueron purgados sin contemplaciones. Con ese movimiento estratégico, Castro cortó de raíz la cadena de mando visible del negocio, preservó su figura y, de paso, envió un mensaje claro: la culpa no recaía en él, sino en los “traidores” que habían manchado la revolución.
Ese gesto fue, sin duda, un golpe maestro. No quemó todas las naves: solo las necesarias. No arriesgó el sistema ni su imagen ante la opinión internacional; sacrificó piezas claves, pero salvó el tablero entero. Y lo más llamativo es que Washington, consciente de hasta dónde llegaba la implicación, prefirió mirar hacia otro lado. Al régimen cubano se le dejó respirar, y Castro siguió en el poder sin mayores sobresaltos.
La comparación con Manuel Antonio Noriega, en Panamá, resulta inevitable. A diferencia de Castro, el general panameño creyó que podía enfrentarse de manera abierta a Estados Unidos. Con machete en mano desafió la presión internacional, se atrincheró en su soberbia y, finalmente, terminó refugiado en una iglesia mientras los marines rodeaban la ciudad. El resultado es conocido: caída estrepitosa, cárcel en Miami y desaparición política.
Hoy, la figura de Nicolás Maduro parece repetir la misma torpeza de Noriega. En lugar de calcular sus movimientos y buscar una salida negociada o sacrificar piezas de su propio entorno, se aferra a la estrategia del desafío frontal, como si el tiempo y las circunstancias le fueran a dar la razón. No ha quemado las naves necesarias, ni ha ofrecido concesiones que le permitan ganar oxígeno. Al contrario, se mantiene en un pulso directo con Washington y con gran parte de la comunidad internacional.
La lección de la historia es clara: los regímenes autoritarios que enfrentan acusaciones externas de gran peso deben decidir entre dos caminos. O aplican la estrategia de Fidel Castro, sacrificar lo necesario para sobrevivir o terminan como Noriega, derrotados, aislados y sin salida digna.
Maduro aún tiene margen para decidir. Pero si persiste en repetir los errores del pasado, lo más probable es que su destino sea el mismo: arrinconado, sin aliados y, quizás, juzgado fuera de su país. Porque, como dice la vieja regla, cuando se hacen las cosas del mismo modo, los resultados no cambian.