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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Han pasado años, pero su sombra sigue alargándose sobre la isla como un espectro que se niega a descansar. Fidel Castro soñó con un lugar en la historia, y lo ha conseguido: su legado no es el de un hombre, sino el de una ruina. Cuba hoy es el museo de sus obsesiones, un país detenido en el tiempo, como esos coches americanos que circulan por La Habana, hermosos cadáveres de un pasado que no nos pertenece. Soñó con la eternidad, y la ha alcanzado: la eterna pobreza, la eterna espera, el eterno discurso vacío.
¿Dónde está aquella educación que era orgullo de la revolución? En las aulas sin cristales, en los profesores que huyen, en los niños que prefieren la calle al adoctrinamiento. ¿Y la salud gratuita? En hospitales donde faltan las aspirinas, donde los enfermos deben llevar su propio jabón, donde la dignidad humana se pierde entre la miseria y el abandono. Hemos convertido lo que fue un derecho en un lujo, y lo que fue un orgullo en una vergüenza.
Los campos, antaño fuente de riqueza, son hoy desiertos verdes. El azúcar, que endulzó al mundo, ahora es un recuerdo amargo. No hay campesinos, no hay herramientas, no hay futuro. La tierra, nacionalizada y burocratizada, ya no da frutos; solo da lástima. Y en las ciudades, el paisaje es el mismo: edificios que se caen a pedazos, calles oscuras, y una población que sobrevive más que vive, aferrándose a una resistencia que ya no es virtud, sino condena.
Mientras el cubano de a pie lucha por encontrar un pollo o un transporte, la familia Castro y su corte militar siguen en el poder, repartiéndose el país como si fuera su finca particular. Es la misma película desde hace seis décadas, solo que los actores han envejecido mal. A sus 94 años, Raúl Castro sigue dando órdenes desde las sombras, como un director de orquesta que ya no oye la música, pero insiste en mover la batuta. ¿Hay mayor símbolo de un sistema agotado que un nonagenario gobernando desde el retiro?
El régimen habla de bloqueo, pero su obsesión por el control es otra cárcel. La represión no conoce tregua: la Seguridad del Estado vigila, censura, golpea. Cualquier voz disidente es un enemigo, cualquier protesta, una conspiración. Han convertido el miedo en política de Estado, y la lealtad, en moneda de cambio. Mientras, una diáspora enorme huye por cualquier medio, construyendo otra Cuba en el exilio, lejos de la patria que los expulsa.
Fidel Castro quiso ser el padre de una nación, y lo fue: el padre ausente, el tiránico, el que exige obediencia eterna pero no da amor. Su legado no es la justicia social, sino la cola para el pan; no la soberanía, sino la sumisión; no la revolución, sino el inmovilismo.
Cuba hoy es el resultado de un sueño que se convirtió en pesadilla, un experimento fallido donde el pueblo paga el precio de una utopía que nunca llegó. Su revolución fracasó, pero su fracaso, por desgracia, sigue en el poder.