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Por Anette Espinosa
La Habana.- En Cuba, cuando llega el huracán, comienza un juego macabro que no es de vientos y lluvias, sino de probabilidades y desesperación. El cubano no mira el mapa de trayectorias para saber cuándo evacuar, sino para calcular cuánto puede arriesgarse a perderlo todo. La ecuación es simple y brutal: si se va, quizá le roben lo poco que tiene; si se queda, quizá el techo se lo lleve el viento. En cualquier caso, pierde. Es la única certeza en medio de la incertidumbre.
Mientras en Miami suena la alarma y las caravanas de SUV cargadas de mascotas, neveras portátiles y iPads emprenden la huida ordenada hacia el norte, en un pueblo de Oriente el drama es otro: ¿en qué nos vamos? ¿En la camioneta que lleva rota tres meses? ¿En el caballo del vecino? ¿A pie, con los niños y la abuela de ochenta años? Aquí no hay AutoZone ni seguros de evacuación, hay puro instinto de supervivencia y la esperanza de que el río no se lleve la casa como se llevó la última cosecha.
El cubano se aferra a sus cosas no por terco, sino porque sabe que son irremplazables. Esa nevera que funciona a medias es un logro de cinco años de ahorro; esa televisión que apenas enciende costó el salario de 30 meses; los marcos de las fotos familiares son el único archivo de una historia que ya no se puede repetir. Perderlo no es un daño colateral, es una condena a empezar de cero sin un solo recurso. Por eso prefieren morir abrazados a sus pertenencias que vivir sin ellas.
En la Florida, el huracán Andrews se llevó medio condado, pero al día siguiente ya llegaban las grúas, las aseguradoras y un ejército de contratistas con camionetas pickup. Aquí, si Melissa se lleva un pueblo, lo más probable es que quede como Pompeya, pero sin turistas. El Estado promete ayuda, pero todos saben que llegará, con suerte, en seis meses, y serán unas planchas de zinc y un kilo de clavos. Para entonces, ya habrás vivido un año a la intemperie.
La diferencia no es meteorológica, es existencial. Allá el huracán es un evento catastrófico; aquí es solo un capítulo más en la catástrofe permanente. Ellos tienen casas aseguradas y créditos rápidos; nosotros tenemos cuatro paredes que defender como si fuera la trinchera final. Cuando un floridano vuelve a su casa destruida, piensa en el remodelado; cuando un cubano vuelve a lo que queda de la suya, piensa en cómo hará para no morir de insolación.
Al final, el huracán siempre gana. Pero en Cuba no gana solo por la fuerza del viento, sino porque juega con ventaja: encuentra a un pueblo exhausto, sin recursos, sin red de seguridad, al que ya le robaron hasta el miedo. Melissa pasará en dos días, pero la incertidumbre —esa sí, categoría 5— se quedará para siempre. Como el polvo después del viento, como la pregunta que no cesa: ¿y ahora, qué carajo hacemos?