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Por Jorge L. León
Houston.- En momentos de crisis moral, cuando la mentira se disfraza de opinión y la envidia se hace pasar por juicio político, se hace urgente recordar que no toda voz que acusa tiene razón. Hay hombres y mujeres que han entregado su vida a la causa de una Cuba libre, y no merecen ser heridos por la misma sociedad que dicen defender. El honor, cuando se ataca sin pruebas, no se destruye: se enaltece.
He venido observando un fenómeno creciente desde la aparición pública de José Daniel Ferrer y de Rosa María Payá. Ambos han sido víctimas de una campaña sistemática de descrédito que, lejos de servir a la verdad, solo favorece a quienes se benefician de la confusión. Los ataques operan en dos direcciones: primero, desacreditar a quienes aún resisten dentro y fuera de Cuba; y segundo, dividir la ya frágil unidad de quienes luchan contra el totalitarismo.
Desacreditar a un hombre que ha sufrido cárcel, persecución y tortura, no es una simple diferencia de criterio: es una traición moral. En política, como en la vida, hay líneas que no deben cruzarse. La crítica es válida cuando busca corregir, pero infame cuando se basa en la mentira o en el resentimiento.
José Daniel Ferrer ha demostrado con hechos que su causa no es el protagonismo, sino la entrega. Doce años de prisión, sin renunciar a sus ideales, bastan para comprender la magnitud de su sacrificio. Ningún hombre soporta tanto sufrimiento por una ambición personal. Ferrer ha dado comida a cientos de necesitados, medicina gratuita a los enfermos, y esperanza a quienes solo conocen la desesperanza.
¿Puede reprocharse eso sin caer en la canallada? ¿Qué ha obtenido a cambio, salvo persecución, prisión y dolor? El régimen lo odia porque lo teme, y lo teme porque no ha podido quebrarlo. Esa es la medida exacta de su estatura moral.
Y junto a él, Rosa María Payá, símbolo de la firmeza cívica y de la voz joven que no se rinde. Heredera de un linaje de coraje, su palabra sigue siendo eco del sacrificio de su padre, Oswaldo Payá, asesinado por la misma maquinaria que hoy intenta silenciarla. Los ataques que sufre no son nuevos, son parte del viejo guion de la infamia que el castrismo escribió hace más de seis décadas.
Sin embargo, lo más triste no es que los enemigos de Cuba la difamen, sino que algunos, desde el mismo campo opositor, repitan esos ataques. Esa es la victoria que el régimen persigue: vernos divididos, confundidos, enfrentados entre nosotros.
Por eso este texto no es solo una defensa, sino un llamado. Un llamado a la vergüenza, a la decencia y a la verdad. No podemos permitir que el veneno de la envidia o la manipulación destruya lo que tantos han construido con sacrificio y sangre. La libertad se honra con unidad, no con intrigas.
Final:
La historia pondrá en su lugar a quienes difamaron por ambición y a quienes resistieron por amor a su pueblo. Los primeros quedarán en el olvido de su miseria moral; los segundos ocuparán el sitio que la patria reserva a sus hijos más nobles.
Porque el honor, cuando se hiere injustamente, no se apaga.
Brilla más.
Y el que lo defiende, defiende también el alma de Cuba.