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Por Carlos Carballido.
Dallas.- Despierta cada día el Hombre y después de su café, mira por la ventana como una rutina imposible de modificar
Moscú se le abre a sus ojos como un caleidoscopio de colores vibrantes o mustios que, por momentos, asemeja aquel pueblo de microbrigadas donde había echado raíces. Pero es solo por momentos y muy fugaces. Esta ciudad es otro rollo y otro mundo que nunca nos enseñaron a vivirlo del todo.
Emigrar es quizás el reto mayor de un ser humano. Se requiere de un temple de acero para afrontar los retos. No hay amigos, ni sabores culinarios (por mucha abundancia que exista) ni amores sustitutos que puedan llenar el vacío de lo que dejamos atrás.
Y lo hacemos más que por disfrute… por esa obligación moral que nos esclaviza. Porque hay un convencimiento genuino de que es el imperativo para poder paliar el hambre y la
miseria que dejamos una vez que cruzamos el mar: esa masa mortal que alguien bautizó como la maldita circunstancia del agua por todas partes.
No es la nostalgia lo que nos hunde… es la Soledad lo que termina definiendo a cada hombre que levanta anclas y sube a la Cofa para divisar el otro lado del mundo donde gritar en su interior ese estridente pedazo de tierra al que podemos llamar casa. Es y será la más fiel compañera del Emigrante toda su puta vida. Es la resignación del que dejó a su impróspera tierra detrás.
Es también un reto que exige valor y arrojo que muy pocos son capaces de soportar.
El hombre apura otro tazón de café medio frio y sale cada día a su trabajo. Moscú vibra en su milenaria historia y gracias a Dios que le abrió lo brazos para al menos regalarle un poco de dignidad. Un poco de prosperidad que no aprovecha del todo porque la comparte con los suyos cruzando el océano en una isla miserable sumida en la imperfección y la maldad de sus dirigentes.
Depués, el regreso es también de un peso emocional difícil. Las luces vibran en medio de la noche. Los músicos deleitan a los transeúntes del Metro, como si fueran concertistas para un público que solo está de paso. No hay preocupación por ver qué hay de comer porque sobra en el refrigerador. No es el caso de los suyos allá en medio de los apagones. Y pesa cada cucharada que se lleva a la boca porque su estómago queda satisfecho, pero no necesariamente los de su gente.
Moscú desde la ventana se ve hermosa. Pero es un espejismo que se obnubila si la enfermedad típica del fin del invierno nos derriba, aunque sea por dos días.
Es ahí cuando el hombre entiende lo que significa la Soledad. Una desgracia obligada a soportar porque no queda más remedio pero que, necesariamente, no es regla sino excepción que uno decide a riesgo de todo. Hay amigos, gracias a Dios, pero la caricia de los nuestros jamás encuentra equivalente ni paliativos.
Es noche bien entrada y en vez de dormir espera en vilo para coincidir con husos horarios.
Llena una taza de vodka con jugo de naranja para acompañar la tv con sus deportes o las películas, el ritual obligado para embriagar el cerebro y las emociones y, de paso, olvidar el drama interno de haber emigrado.
La noche da paso al día.
Las lágrimas se tragan siempre porque no es de hombre derramarlas. El sol del verano o el invierno insoportable es lo que lo despierta.
Y otro día más en un ciclo interminable. Pero es lo único que se puede hacer para que los suyos tengan una comida decente en la mesa.
Los cojones no solo sirven para procrear o tirarlos en una pelea de barrio. En Moscú son más que imprescindible para sobrevivir con dignidad.