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Abel Mutai, corredor keniano y medallista olímpico, estaba a pocos metros de la meta en una competencia en España. Lideraba con holgura, cuando, confundido por la señalización en un idioma que no comprendía, se detuvo antes de tiempo. Creía que ya había ganado.
Detrás venía el español Iván Fernández. Lo vio frenar, lo vio perderse a centímetros de la gloria. Pudo haberlo rebasado sin esfuerzo. Pudo haber cruzado primero y reclamar la victoria como suya.
Pero hizo algo más grande.
Le gritó a Mutai para que siguiera, pero el keniano no entendía. Entonces Iván lo empujó con suavidad hacia la meta… y lo ayudó a ganar.
Un periodista le preguntó por qué lo hizo.
—Mi sueño es vivir en un mundo donde nos ayudemos unos a otros a ganar, respondió.
—Pero pudiste haber ganado tú.
—¿Qué mérito tendría mi victoria? ¿Qué valor tendría esa medalla? ¿Qué pensaría mi madre?
Ese día no ganó una persona. Ganó un principio. Ganó la ética. Ganó el espíritu deportivo. Ganó la idea de que competir no es humillar, sino crecer con el otro.
Y sobre todo, ganó la esperanza de que aún existen personas que prefieren hacer lo correcto… antes que lo conveniente.
Porque la grandeza no siempre se mide en segundos, medallas o récords. A veces, se mide en integridad. (Tomado de Datos Históricos)