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El expropiador final: ¿Cómo el castrismo intentó robar la patria?

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- El mayor robo ejecutado por el castrismo no se mide en dólares confiscados, tierras intervenidas o negocios expropiados. Es un hurto más profundo y perverso: el intento de apropiarse del concepto mismo de patria.

Desde 1959, la maquinaria revolucionaria no solo buscó controlar el presente y el futuro de Cuba, sino que emprendió una reescritura total del pasado y de los símbolos que unen a una nación, con el objetivo declarado de secuestrar la cubanía y adjudicársela en exclusiva a los adeptos a su dogma. Quienes osaron disentir no fueron catalogados meramente como opositores; fueron despojados, por decreto ideológico, de su derecho a sentirse parte de la tierra que los vio nacer.

Este expolio identitario operó con una crueldad lingüística calculada. Al cubano que huía del paraíso colectivizado se le despojó de su humanidad y de su nacionalidad sentimental: ya no era un compatriota con ideas diferentes, era un «gusano», un «traidor», un «mercenario». Etiquetas diseñadas no para debatir, sino para excomulgar.

La bandera, el escudo, el himno, la figura de José Martí —todo el panteón simbólico nacional— fue confiscado y recluido tras los muros de la ortodoxia revolucionaria. Para tener derecho a amar la bandera tricolor, había que amar, incondicionalmente, al hombre del verde olivo que la ondeaba. La patria, así, dejó de ser un bien común para convertirse en un botín partidista.

El secuestro de los símbolos

En este proceso, la figura de José Martí sufrió el más cínico de los secuestros. Su pensamiento, vasto y humano, fue reducido a una caricatura utilitaria, a una cantera de frases sacadas de contexto para justificar el monopolio del poder.

El régimen olvidó —convenientemente— al Martí que escribió: «La patria es agonía y deber». Agonía por su suerte, deber de mejorarla. Pero en la Cuba castrista, la patria dejó de ser un «deber» colectivo y crítico para convertirse en la recompensa por la obediencia. Al exiliado, al disidente, se le negó no solo el derecho a vivir en Cuba, sino el derecho moral a sufrir por ella y a anhelarla. Le robaron la agonía legítima del desterrado.

Por eso, el dolor más hondo del exilio no es solo la distancia física o la añoranza de un paisaje. Es la indignación de ver cómo el régimen que destruyó tu hogar se viste con los ropajes de tu historia y profana tus símbolos más sagrados mientras te señala, desde la otra orilla, como un apátrida.

Te dicen que no puedes cantar la «Guantanamera» con autenticidad, que no puedes llorar por la ceiba del Templete, que tu nostalgia es falsa porque no está avalada por el carné del Partido. Es un doble castigo: te arrojan fuera y luego clausuran la puerta de tu memoria, pretendiendo que el amor a la patria es un privilegio que se otorga, no un latido natural que se lleva en la sangre.

La secta intentó adueñarse de la patria

Pero este robo, en su ambición totalitaria, contenía la semilla de su propio fracaso. Porque la patria, la verdadera, es más resistente que cualquier doctrina. Anida en el sabor de un alimento, en el ritmo de una palabra, en los recuerdos de infancia que ningún decreto puede borrar.

Lo demuestran, a diario, las nuevas generaciones dentro de la isla que, cansadas del relato único, rescatan a Martí por su cuenta y reclaman la bandera para todos. Lo demuestran, con más fuerza aún, esos «gusanos» del exilio que, lejos de renunciar a su cubanía, la han cultivado con una pureza que la propaganda oficial jamás podrá emular, convirtiendo la diáspora en un bastión indestructible de la cultura nacional.

Al final, el castrismo cometió el error fatal de creer que la patria era un título de propiedad que se podía registrar a nombre de un hombre o de un partido. No entendió que la patria, como bien lo intuyó Martí, es «comunidad de espíritu, afinidad de caracteres, convergencia de hábitos». Es un alma colectiva que no cabe en los estrechos márgenes de una ideología.

Al intentar robarla, solo logró demostrar que su proyecto, más que revolucionario, era profundamente antinacional. Porque una revolución que necesita excluir a millones de sus hijos para definirse a sí misma, no es la voz de una patria: es el grito de una secta que, en su delirio, terminó quedándose sola, dueña solo de un espejismo, mientras la Cuba verdadera —la de todos— seguía latiendo, imbatible, en el corazón de los que supieron amarla sin pedir permiso.

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