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(Tomado de Datos Históricos)
Davenport, Iowa, 1939. El Dr. Wendell Johnson, un reconocido experto en tartamudez, recibe la aprobación de la Universidad de Iowa para un experimento que marcaría un antes y un después… no en la ciencia, sino en la ética.
Con la ayuda de su alumna Mary Tudor, reunió a 22 niños huérfanos. Los dividió en dos grupos: tartamudos y no tartamudos. A los primeros se les dijo que su habla era normal. A los segundos, sanos en apariencia, se les repitió con frialdad que tenían un defecto y que necesitaban terapia para corregirlo. El objetivo era perverso: inducir tartamudez donde no existía.
Durante meses, los niños vivieron bajo el peso de esa sugestión. Seis desarrollaron tartamudez parcial, pero lo más brutal no fueron los balbuceos, sino las cicatrices invisibles. Todos arrastraron de por vida un sentimiento de inferioridad, miedo a hablar y una vergüenza que los convirtió en adultos inseguros y retraídos.
El experimento jamás fue publicado en su tiempo: Johnson sabía que la comunidad científica lo repudiaría. Pero los daños ya estaban hechos. Décadas más tarde, en 2007, el estado de Iowa indemnizó a las víctimas, reconociendo el horror de aquel episodio.
Hoy, el Estudio del Monstruo es recordado como uno de los experimentos más crueles de la psicología. No solo porque manipularon mentes infantiles vulnerables, sino porque lo hicieron por curiosidad científica, disfrazando la crueldad de investigación.
Un recordatorio eterno: la ciencia sin ética puede volverse monstruo.