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Por David Esteban Baró ()
La Habana.- La reciente renuncia de Luisa María González a la vicepresidencia de la agencia de noticias Prensa Latina no es un hecho aislado. Es un síntoma. Una señal clara de un fenómeno que se está volviendo cada vez más visible en las instituciones cubanas: la renuencia a ocupar cargos de dirección en medio de una crisis estructural sin precedentes.
Un suceso que combina vacíos de poder, parálisis institucional y agotamiento del aparato ideológico del Estado.
Su dimisión, conocida hace muy pocas horas, no solo deja un cargo vacante en la vicepresidencia de la agencia oficial de noticias más antigua del continente, fundada en 1959, sino que refleja un patrón más amplio de deserción o desgaste silencioso en los cuadros políticos y profesionales del país.
El otrora presidente de Prensa Latina, Luis Enrique González, también periodista, permanece ausente desde hace meses, pues salió a acompañar a su esposa, designada por el régimen como embajadora en un país de África.
Hasta la fecha no hay nombramientos oficiales, y se barajan posibles sustitutos internos, pero sin definiciones claras.
El flagelo se agrava con la deserción devarios corresponsales en el exterior, cuyos nombres no vamos a mencionar.
A pocos días del aniversario de esa emblemática institución (16 de junio), la descoordinación parece la norma, y el silencio, la forma dominante de administrar la crisis.
La escena no se reduce al mundo de los medios. Tras la sustitución de Rogelio Polanco al frente del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista, ningún nombre ha sido oficialmente anunciado para ocupar el cargo.
Es decir, el aparato ideológico del país opera con una jefatura interina, mientras una segunda figura —sin el mismo poder político ni la visibilidad institucional— lidia con la profunda crisis que atraviesan los medios estatales: desinformación interna, desconexión social, fuga de talentos, precariedad técnica y censura desbordada por la realidad.
Tal vacío de poder es alarmante no solo por lo que representa en términos de gobernabilidad interna, sino por lo que revela sobre la percepción de esos cargos dentro del sistema. Cada vez más, los puestos de dirección en Cuba son vistos como una carga sin poder real, como posiciones simbólicas, desgastantes y, en el contexto actual, riesgosas.
–La inflación galopante, que erosiona cualquier ingreso.
–Los apagones diarios, que desesperan a la población.
–El colapso del transporte y la salud pública.
–El éxodo migratorio masivo, incluso entre funcionarios.
–Y la creciente presión social, que se manifiesta en protestas locales y una tensión acumulada desde el estallido del 11 de julio de 2021.
Se acerca un nuevo aniversario de aquel levantamiento popular espontáneo, y las condiciones actuales —más graves y extendidas— hacen temer un nuevo “bombazo”, con más fuerza y menos contención.
En las provincias del oriente del país, ya se reportan manifestaciones de protesta, gritos de hartazgo y bloqueos de carreteras.
La represión sigue siendo una carta del régimen, pero su eficacia disminuye frente al deterioro tangible y cotidiano que ya no se puede esconder detrás de un discurso.
En este contexto, Cuba enfrenta no solo una crisis económica, sino una de liderazgo y de fe en la estructura del poder.
Las renuncias, las ausencias, los cargos vacantes y los silencios institucionales hablan de un sistema que ya no encuentra dentro de sí mismo los cuadros que lo sostengan.
Consecuencias políticas que podrían surgir en la isla a corto y mediano plazo —fruto de la combinación de vacíos de poder, crisis económica extrema y malestar social creciente— son diversas, pero todas apuntan a una pérdida acelerada de legitimidad del régimen y a una fragilidad institucional inédita desde 1959.
Ante los hechos, afloran escenarios probables como el aumento de la protesta social y desobediencia civil.
La población está más empobrecida, frustrada y conectada que nunca. Las protestas recientes en Santiago, Bayamo y otras provincias no son hechos aislados: son ensayos del descontento colectivo, que podrían escalar en cualquier momento.
El aniversario del 11 de julio (11J) es simbólicamente poderoso. Si no hay respuesta del Gobierno a la crisis (especialmente en los apagones y el acceso a alimentos), es probable que estallen nuevas manifestaciones, espontáneas o coordinadas por la diáspora.
También impera una crisis interna en el Partido Comunista y el aparato ideológico.
La negativa a ocupar cargos clave (como el Departamento Ideológico o la vicepresidencia de Prensa Latina) indica fatiga interna en el funcionariado. Esto puede derivar en fracturas entre los cuadros leales y los que buscan distanciarse silenciosamente del poder.
Una desconexión entre el discurso oficial y la realidad crea un vacío de narrativa.
Sin dirección ideológica sólida, la propaganda pierde eficacia. El Partido se vuelve incapaz de liderar simbólicamente.
Lo más probable es que el Gobierno responda a cualquier brote social con más fuerza represiva, involucrando directamente al Ministerio del Interior y las Fuerzas Armadas, como ya se vio en 2021.
Pero ese camino tiene límites: la represión sin mejoras concretas en la vida cotidiana solo alimentará más rechazo y puede llevar a fracturas dentro de las propias fuerzas represivas.
De igual manera, sin horizonte político ni económico, los jóvenes seguirán abandonando el país en cifras históricas.
Lo anterior implica no solo pérdida de capital humano, sino una población envejecida y sin relevo generacional para sostener la burocracia o incluso los servicios básicos.
El éxodo también empobrece el margen de maniobra del régimen, al disminuir la base de apoyo interno y limitar el discurso de «resistencia popular».
Si la situación sigue deteriorándose, es posible que sectores del Gobierno busquen reformas internas, silenciosas pero significativas, para evitar un colapso total.
Alternativamente, puede haber fracturas dentro del régimen, con sectores más pragmáticos presionando por cambios económicos o una transición política controlada, incluso sin la figura de Miguel Díaz-Canel.
La reactivación de las protestas podría poner de nuevo a Cuba en la agenda mediática y diplomática internacional.
Algunos gobiernos, especialmente en América Latina y Europa, podrían presionar por diálogo o apertura, mientras que otros, más alineados ideológicamente, optarían por el silencio.
Cuba vive una de las coyunturas más frágiles de su historia reciente. Si no hay correcciones profundas —económicas, políticas e institucionales—, el escenario más probable es una combinación de protesta social creciente, represión, fracturas internas y un debilitamiento progresivo del aparato de poder.
El modelo de control total del Estado ya no es sostenible sin legitimidad social ni cuadros dispuestos a sostenerlo. Las consecuencias políticas pueden tardar en consolidarse, pero la erosión ya es evidente y, en muchos sentidos, irreversible.
La pregunta ya no es quién quiere tomar el poder, sino quién se atreve a cargar con la ruina. Y mientras tanto, la isla se desangra en apagones, se deshace en migraciones, se derrumba en hospitales sin médicos, en anaqueles vacíos, en jóvenes sin futuro.
Cuba no solo está en crisis. Cuba se está quedando sin quien la quiera gobernar. Y en ese vacío, la historia podría volver a pasar por las calles, esta vez sin retorno.