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Tomado de las Redes*
La Habana.- Enrique Ubieta no presenta un análisis, sino un acto de fe política revestido de tecnicismo ideológico. En lugar de ofrecer una explicación racional sobre la crisis de Etecsa y la economía cubana, recurre a una retórica apologética que justifica el autoritarismo económico del Estado con el lenguaje de la épica revolucionaria. Pero la épica no paga el internet. Ni la leche.
Ubieta afirma:
«Etecsa está endeudada porque el dinero que gana es del país, y lo consumimos todos.»
Este es un argumento circulante y autojustificativo. ¿Por qué está endeudada Etecsa? Porque su gestión es ineficiente, opaca, burocratizada y secuestrada por un modelo económico que se niega a rendir cuentas al ciudadano. La lógica de que “el dinero es del país” omite que el pueblo paga precios desproporcionados por un servicio de pésima calidad, sin derecho a reclamar ni elegir alternativas. No hay transparencia en las finanzas de Etecsa, ni auditoría pública ni competencia. Etecsa no es un bien común; es un monopolio estatal gestionado como feudo partidista.
Ubieta dice:
«Los precios de Etecsa se han abaratado en función del interés político»
Este argumento es manipulador. Aunque ciertos servicios bajaron marginalmente en años pasados, hoy Etecsa cobra tarifas que son inasequibles para un salario medio en Cuba. No existe subsidio alguno cuando los márgenes de ganancia son de empresa extractiva. El Estado disfrazó una política de control social -garantizar mínima conectividad con vigilancia masiva- como acto de benevolencia. Además, el supuesto “interés político” de abaratar se convierte ahora en excusa para subir tarifas drásticamente, sin diálogo previo, violando derechos fundamentales del consumidor.
Ubieta insiste:
«Si las remesas no entran por canales oficiales, el Estado pierde recursos para importar bienes.»
El bloqueo es real, pero su uso como comodín eterno para justificar todas las fallas internas ha agotado su valor analítico. No hay mención a la corrupción endémica, al desvío de recursos, a las inversiones absurdas -como hoteles sin turistas-, ni al malgasto en propaganda. La incapacidad de Etecsa no se debe a las remesas por vías alternativas, sino a un sistema centralizado que niega la autonomía económica y no permite reinversión libre de recursos.
Ubieta afirma:
«El pueblo no le reclama al sector privado que sube los precios sin justificación, sino al Estado que lo creó.»
Este es el clásico caso de “tirar la piedra y esconder la mano”. El Estado habilitó un sector privado sin un marco legal moderno, sin acceso real a mercados mayoristas, y lo cargó de trabas fiscales, desabastecimiento inducido y persecución selectiva. El discurso de Ubieta despoja al ciudadano de agencia racional: no se trata de a quién se le reclama, sino de quién tiene el poder de regular, fijar precios y garantizar acceso. Solo el Estado puede hacerlo, y no lo hace, porque está más interesado en sostener su hegemonía que en organizar una economía funcional.
Ubieta plantea:
«Decir que el socialismo ha fallado o que se traicionó la Revolución es una tesis útil a la contrarrevolución.»
No es contrarrevolucionario señalar que el socialismo cubano, tal como se gestiona hoy, ha fracasado en garantizar calidad de vida, libertad y equidad. No hay traición en hacer crítica desde dentro: hay madurez política. Lo que Ubieta teme no es la mentira, sino la verdad desobediente. Su uso del término “enemigo” para etiquetar cualquier disidencia impide el diálogo que dice defender. Su modelo exige obediencia y fe; no análisis ni evolución.
Ubieta afirma:
«La rebeldía juvenil debe ser escuchada, pero encauzada por el proyecto revolucionario.»
El derecho a protestar no necesita permiso ideológico. La espontaneidad juvenil que él elogia termina siendo criminalizada o coaptada si no repite la narrativa oficial. Si la FEU es revolucionaria solo cuando defiende al Estado, entonces no es representante de los estudiantes, sino apéndice del poder. Cualquier analogía con el “Sindicato Solidaridad” polaco es una admisión involuntaria de miedo al despertar cívico real.
Ubieta concluye:
«Creer es una acto imprescindible para un militante comunista.»
Este es el problema: se nos exige creer, no pensar. En el siglo XXI, la fe ciega en una élite gobernante inamovible no es ideología, es superstición. La racionalidad política exige evaluación, rendición de cuentas, alternancia, derecho a disentir. Si no puedes disentir, no hay ciudadanía. Y si para participar en el debate tienes que creer antes, el debate no existe.
Ubieta declara:
«Las revoluciones no se hacen sobre el papel; la convicción absoluta es la única garantía de victoria.»
Esta es la glorificación del voluntarismo y el desprecio a la planificación. La historia reciente de Cuba está marcada por decisiones arbitrarias tomadas en nombre de “la convicción”. La zafra de los diez millones, la ofensiva revolucionaria, la apuesta por el subsidio soviético, la creación de empresas estatales sin contabilidad moderna. Ninguna de esas gestas triunfó. Y no fue por falta de fe, sino por falta de método, realismo y democracia interna.
*A nuestra redacción llegó esta respuesta al artículo del periodista oficialista Enrique Ubieta. La fuente prefirió mantener el anonimato.