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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En la Cuba de hoy, la muerte tiene un protocolo oficial. No es el acto biológico inevitable, sino el epílogo previsible de una función burocrática donde el último suspiro del paciente es, a menudo, el primer borrador de un parte de incidencia.
Lo primero que muere es la verdad, y lo que sigue es un ejercicio de prestidigitación terminológica donde la medicina preventiva se esfuma y aparece, como por arte de magia, la justificación política.
El diagnóstico nunca es fallo sistémico; es, cómo no, «complicación de base» o «enfermedad preexistente». Como si la gente se muriera de haber vivido.
Estamos ante una paradoja macabra: la Isla exporta médicos como producto de marca, un ejército de batas blancas que salva vidas en medio mundo, mientras aquí, en el patio de atrás, la gente se muere por cosas que en otros lugares son pie de página de los libros de historia de la medicina.
Dengue, tifoidea, chincungunya. Enfermedades del medievo con DNI del trópico, hijas de la podredumbre de las alcantarillas, de la basura que se acumula y de la fumigación que nunca llega. La higiene es un lujo, y el control de vectores, una anécdota que se recuerda en los discursos del 59.
Y luego está la fase dos: cuando la enfermedad, evitable o no, ya te ha agarrado. Ahí empieza el calvario de la diagnosis con equipos averiados, la espera eterna para una prueba que no llega, el medicamento que hay que comprar en el mercado negro porque en la farmacia solo hay estantes polvorientos y promesas.
El paciente se convierte en un Indiana Jones de la desesperación, buscando un suero, una pastilla, un milagro entre las ruinas de lo que un día fue un sistema sanitario envidiado. Ahora es un campo de batalla donde se libra la guerra diaria por la supervivencia.
Frente a este desastre, la respuesta oficial es un monumento al cinismo. La culpa, siempre, está a noventa millas. El «bloqueo» es el comodín universal, el chivo expiatorio perfecto, la explicación única para la falta de aspirinas, de agua clorada, de electricidad en un quirófano. Es la coartada maestra que absuelve a todos los burócratas, a todos los ministros, a todo el andamiaje de un sistema que ha convertido el derecho a la salud en una lotería siniestra donde el premio es no morir por negligencia.
No hay responsables, no hay culpas, no hay rendición de cuentas. Las estadísticas se esconden tras la cortina de la «seguridad nacional» y las muertes se archivan como «casos aislados» en un expediente que nadie leerá.
Las familias se quedan con el dolor mudo y la rabia sorda, sabiendo que su ser querido fue víctima de una cadena de fracasos que nadie tiene intención de arreglar. Es el asesinato perfecto: el arma es el desastre, y el autor, un sistema que se diluye en la impunidad.
Al final, el certificado de defunción cubano es el documento más ficticio de la isla. Nunca menciona la verdadera causa: el colapso de un modelo que prioriza la propaganda sobre las personas, la ideología sobre los insumos, y la lealtad al régimen sobre la vida de sus ciudadanos.
La autopsia revelaría que el órgano más dañado no es el hígado o el corazón, sino el Estado. Pero esa es la única prueba que, curiosamente, nunca se llega a realizar.