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(Tomado de Cuba con H de Ortografía)
Hubo un tiempo en que el cubano protestaba. Y no solo protestaba: hacía huelgas, organizaba sindicatos independientes, llenaba las calles con pancartas, gritaba consignas, exigía cambios, presionaba gobiernos.
Desde las primeras constituciones republicanas, la de 1901 y luego la de 1940, el derecho a la huelga, a la asociación, a la manifestación, estaban consagrados como derechos ciudadanos, parte inseparable del civismo criollo.
Durante la década del 50, Cuba era, guste o no al relato revolucionario, uno de los países latinoamericanos más democráticos en cuanto a libertades públicas. No era perfecto, pero el cubano sabía, y ejercía, su derecho a disentir.
Fue tan brutal como simbólica aquella pregunta que Fidel Castro lanzó desde su pedestal triunfal: “¿Armas para qué?” Y el pueblo, hipnotizado, cegado por el espejismo del mesías barbudo, aplaudió. No solo entregó las armas, la última garantía real de defensa frente a la tiranía, sino que, acto seguido, regaló algo aún más sagrado: su derecho a protestar.
No hubo marcha en contra. Tampoco hubo levantamiento. Ni hubo resistencia popular significativa. A partir de ese momento, todo acto de protesta fue etiquetado como contrarrevolucionario, como crimen, como traición.
Lo que en otros países se considera un ejercicio natural de ciudadanía, salir a protestar, alzar la voz, plantarse frente al poder, en Cuba fue demonizado hasta quedar estigmatizado como algo antinatural. El régimen, con una astucia diabólica, logró insertar en el inconsciente colectivo la idea de que protestar era «hacerle el juego al enemigo». Que disentir era ser mercenario, apátrida, gusano.
La represión oficial fue efectiva, sí, pero más devastadora fue la autocensura: esa rendición interior, ese «mejor no te metas en eso» que se convirtió en la música de fondo de todas las sobremesas cubanas.
Se nos mutiló la libertad. No a balazos, no con tanques en las calles, sino con miedo, con propaganda, con traición a nosotros mismos. Bajamos la cabeza ante el demonio barbudo y maloliente, aceptamos la mordaza como si fuera bozal de oro, nos convencimos de que el silencio era paz, que el sometimiento era unidad, que la obediencia era virtud revolucionaria.
Y así, generación tras generación, el cubano aprendió a no protestar. A callar. A marchar como rebaño. Comenzó a mirar para el piso. A resignarse. Hoy, muchos creen que protestar no es “de cubano”, que “ese no es nuestro estilo”, que “aquí eso no funciona”. Como si la sumisión nos viniera en el ADN. Pero no. Esa prueba genética fue manipulada. Nos la hicimos nosotros mismos, dopados por el miedo, castrados por la ideología.
El cubano dejó de protestar no porque nunca supo hacerlo, sino porque un día, seducido por el canto de sirena de un tirano con uniforme verdeolivo, decidió dejar de ser ciudadano para convertirse en súbdito. Y lo más trágico es que todavía no se ha dado cuenta.
Detallen la foto. Es una manifestación en una calle habanera en la década del 40. En la esquina derecha, un cartel que hace referencia al Comité de Control de Precios, pidiendo que se encarcele a los especuladores. Otro recordatorio de que el tema de los coleros y los revendedores viene desde hace años. Pero se podía disentir y protestar.