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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- El paso del huracán Melissa por el oriente cubano dejó al descubierto, una vez más, la verdadera tragedia de la nación: el total desamparo del pueblo frente a un régimen incapaz de proteger, alimentar y socorrer a sus ciudadanos. Santiago de Cuba, una de las provincias más golpeadas por el fenómeno meteorológico, se convirtió en el espejo más fiel de la miseria que agobia a los cubanos, una miseria agravada por la indiferencia gubernamental y el cinismo político.
Mientras el viento arrancaba techos y los aguaceros inundaban barrios enteros, el Gobierno apenas prometió una libra de arroz por núcleo familiar. Esa fue la gran “respuesta” oficial ante la emergencia: una libra de arroz, como si eso bastara para enfrentar el hambre de días enteros sin electricidad, sin agua y sin esperanza. En un país donde la escasez ya era insoportable, el huracán no hizo más que desnudar la ruina moral y material de un Estado que solo sabe castigar, no asistir.
El colmo de la tragedia se vivió cuando un camión que transportaba cajas de picadillo y pollo derramó parte de su carga en plena vía. Los santiagueros, empujados por la desesperación y el hambre, recogieron las cajas que pudieron. No hubo saqueo ni violencia, solo la reacción natural de quien no tiene qué comer y ve frente a sí la posibilidad de alimentar a su familia. Pero la respuesta del régimen fue implacable: varios ciudadanos fueron arrestados. En lugar de compasión, represión. En lugar de auxilio, castigo.
La crueldad de las autoridades se hace más evidente cuando se escucha a los propios lugareños relatar las migajas que el Gobierno reparte: “Una libra de azúcar y una de espaguetis por persona. Eso es todo lo que han dado para alimentarnos mientras azota el huracán”. El arroz, dicen, solo llega a la cabecera provincial, y únicamente para ciertos grupos: una libra para embarazadas, otra para niños pequeños, y otra para mayores de 63 años. En municipios como Songo-La Maya, no llegó absolutamente nada. La orden fue clara: “no viene más nada”.
Y, sin embargo, el presidente Miguel Díaz-Canel se atrevió a preguntarse en público, con ironía y sin ruborizarse: “¿Qué Estado fallido pudiera organizar y hacer todo lo que nosotros estamos haciendo?” La respuesta está a la vista: un régimen que se autoproclama victorioso mientras su pueblo pasa hambre bajo la lluvia y el viento, mientras sus ciudadanos son detenidos por recoger comida del suelo.
El régimen de La Habana no necesita enemigos externos para demostrar su fracaso; lo hace cada día con su propio pueblo. En vez de solidaridad, impone miedo. En vez de ayuda, reparte migajas. En vez de justicia, encarcela a los hambrientos. Y lo más trágico es que lo hace con el rostro endurecido por la costumbre, sin un ápice de compasión.
El huracán Melissa no solo azotó a la región oriental de Cuba: también volvió a arrasar con la última máscara de humanidad del régimen. Porque cuando un Gobierno castiga a su gente por tener hambre, deja de ser un Estado… y se convierte en un verdugo.