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Por Carlos Carballido ()
Pensé que era una broma de la inteligencia artificial, pero no: la valla es real. Ahí está, sobre el Palmetto Expressway de Miami, una de las autopistas más transitadas del exilio cubano. Con fondo azul, letras heroicas y un mensaje que parece salido de un manual soviético, no de una paráfrasis del Himno Nacional:
“La Patria te contempla orgullosa. Gracias, Ferrer.”
Este tipo de carteles no es nuevo en la otrora capital del exilio anticastrista, y de acuerdo con registros públicos, provienen del bolsillo del abogado Miguel Inda-Romero.
Lo que a primera vista parece una simple muestra de apoyo representa, en realidad, un fenómeno mucho más complejo: la resurrección del culto a la personalidad dentro del exilio (o de lo que va quedando de él).
El término “culto a la personalidad” fue acuñado por Nikita Jrushchov en 1956 para describir la idolatría enfermiza construida alrededor de Stalin. Luego los cubanos lo convirtieron en una especie de ritual satánico de adoración a Castro.
Pero en el caso cubano, esta patología no se extinguió con la muerte del tirano: ha mutado y se adapta al terreno ideológico que encuentre. En Miami, parece haber hallado su nuevo laboratorio.
La exaltación de Ferrer no surge de la nada: ha sido minuciosamente construida desde su condición de preso político en las cárceles del régimen. Su reciente llegada a Estados Unidos lo convierte en un símbolo emocionalmente poderoso que, tras bambalinas, se está manejando con desproporcionada intensidad.
En la psicología de masas, autores como Erich Fromm y Gustave Le Bon afirman que un historial construido basta para que la figura del mártir sustituya al pensamiento político por la fe y la simpatía. El héroe se vuelve redentor; el disidente, profeta.
Una valla así no es una ingenua muestra de gratitud o apoyo “estilo Komsomol”, sino la consagración visual de una figura política mediante una estrategia de culto cívico-personalista, cuidadosamente enmarcada en los códigos patrióticos que durante décadas fueron monopolio del castrismo.
Este gesto de gratitud pública, financiado por el abogado Miguel Inda-Romero, no es inocente ni improvisado: es una operación de legitimación emocional que busca anclar a José Daniel Ferrer en el imaginario colectivo como el “nuevo rostro moral” del exilio.
La estética de la valla —heroica, solemne y monocromática— responde a los mismos mecanismos que históricamente han acompañado la construcción del líder providencial: la simplificación del mensaje, la exaltación del sacrificio y la apelación al sentimiento patriótico como sustituto del debate político, sin importar la calidad moral o humana del personaje.
El resto de ese anclaje se refuerza con interminables entrevistas, apoyo de influencers y una exposición casi enfermiza en redes sociales. El caudillo está listo y bien perfilado, y aunque no es el primer intento, sí es el más agresivo. Cuando se ha necesitado, Ferrer ha pasado de un grupo a otro según el lenguaje de turno, hasta recibir la bendición de Cuba Decide y su lobbying directo con el Departamento de Estado de EE. UU.
La pregunta clave no es quién pagó la valla o la promoción mediática, sino por qué.
En Miami, la figura de Ferrer puede servir a múltiples agendas:
• Políticos cubanoamericanos que necesitan un rostro de “resistencia moderada” para movilizar votos;
• Organizaciones del exilio que buscan renovar su legitimidad;
• Y fundaciones internacionales que prefieren un discurso de “transición pacífica” antes que uno de ruptura total, porque sencillamente les impediría participar en una Cuba futura tras haber jugado a la tibieza del cambio-fraude.
El mensaje del perdón y el olvido —ese que propone “olvidar al que me pateó si hay transición”— resulta funcional a todos esos intereses, y es el mismo que Ferrer ha repetido varias veces desde aquella fatídica entrevista con 14ymedio, de Yoani Sánchez. (Google no olvida).
Ese error histórico, también usado por la mentora de Ferrer, Rosa María Payá, ha permitido siempre evitar la justicia retroactiva, neutralizar la exigencia de castigo y promover la idea de una “democracia de consenso” donde los verdugos conservan poder bajo nuevas siglas.
Pero ese modelo —el del pacto con el opresor— ya fracasó en la historia reciente.
España, Chile, Birmania o Sudáfrica demuestran que el perdón sin justicia crea democracias anestesiadas, incapaces de romper con la raíz del mal.
En esos países se evidenció que los antiguos tiranos se reciclan como demócratas, los verdugos como empresarios, y las víctimas terminan convertidas en estorbos del relato oficial.
El perdón puede ser muy “cristiano”, pero en política casi siempre es una forma elegante de impunidad que termina volviéndose contra el mismo pueblo que la acepta.
Y ahí radica el peligro: optar por este camino que propone Ferrer —y quienes lo impulsan— significa silenciar otras voces disidentes con propuestas más coherentes que podrían conducir a un cambio real y definitivo en la isla; no una simple mutación estética del régimen.
El exilio cubano no es inmune a la tentación del caudillismo; solo la ha exportado al norte con mejores recursos y propaganda. Desde el pantano miamense, la historia parece repetirse con otro rostro y el mismo libreto.
Al final, la tiranía crea sus verdugos y el exilio, sus redentores. Ambos se retroalimentan en un ciclo donde el individuo se disuelve y la patria se convierte en escenario hipócrita donde la “monetización” no se desprecia.
“El culto empieza donde termina la crítica.”
Y si Cuba aún no es libre, quizá sea porque seguimos buscando líderes para adorarlos, no instituciones para reemplazarlos.
Al ver la valla, no encontré mucha diferencia con aquellos murales de “Fidel, al yanqui dale duro”.
Y cuando vi que el propio Ferrer agradeció la inversión en ponerla, entendí que Cuba ya no tiene remedio.
A diferencia de un líder, un caudillo se alimenta del culto a su personalidad… y de los tontos útiles que lo vanaglorian.