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Por Arnoldo Fernández
Contramaestre, Santiago de Cuba.- Un ser que amo y respeto me ha dicho que los cubanos vivimos para comer, no comemos para vivir. Tal vez tenga razón. Vayamos a lo profundo del asunto.
Es cierto que la vida se nos va pensando qué comemos, es una verdad que nos destroza el gusto.
Soñamos manjares, la boca hace agua cuando imaginamos sabores, olores, ignorados en nuestra geografía cotidiana.
El sabor de un buen enchilado de langosta es un manjar que la mayoría de los cubanos sólo ha visto en televisión, revistas, Internet.
Nuestro paladar ha sido educado en una racionalidad que no permite otros sabores que no sean carnes de cerdo, pollo, cabras, ovejos, arroz, frijoles y viandas…
Es cierto que se nos va la vida hablando de comida, es mimético el enfoque que tenemos de la culinaria universal.
Somos analfabetos en temas de comida y mira qué hablamos de comida día por día.
Dicen que cuando un cubano sale por primera vez de la isla, le cuesta procesar lo que ve, huele, toca y saborea.
El extranjero se sorprende ante su desespero por comer, comer lo que alguna vez soñó y no creyó posible, tal vez por ahí viene la justificación de la frase: «los cubanos viven para comer».
Ha sido mucha el hambre de sabores y olores diferentes. Nuestra pobreza al comer lo que para otros es sólo para vivir, lo dice todo.
Tenemos hambre, mucha hambre de comer algo que sorprenda nuestro paladar, nos haga tararear una canción y por qué no, sonreír satisfechos.
Tiene razón esa persona que amo y respeto mucho, las circunstancias que hemos vivido en las últimas décadas nos han convertido en un pueblo que vive para comer.