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Por Yeison Derulo
La Habana.- En la esquina de una vieja escuela habanera, justo donde las grietas del tiempo aún guardan secretos de un pasado soviético, unos niños de séptimo grado se aprenden de memoria las vocales nasales del alfabeto cirílico. No lo hacen por obligación, ni por moda, sino por algo que se cuece con nostalgia y geopolítica: aprender ruso vuelve a estar “en onda” en dos escuelas de La Habana Vieja.
Parece surrealista, pero no lo es. En la Rubén Bravo Álvarez y en la Jorge Arturo Vilaboy, dos centros enclavados en la zona más turística y oxidada del casco histórico capitalino, una profesora rusa, de nombre María Sazanova, les canta a los alumnos canciones populares de su país mientras les enseña a articular fonemas que hace décadas dormían en los libros de texto de sus abuelos.
No es casualidad. El programa “Profesor ruso en el extranjero”, financiado por la Universidad Estatal de Ingeniería y Pedagogía de Glázov en conjunto con el Ministerio de Educación de Rusia y el de Cuba, es la nueva jugada de la geopolítica educativa en un tablero donde Moscú y La Habana vuelven a darse la mano. Así, con libros de la serie Poekhali y una fonética que puede partirle la lengua al más hábil declamador, se intenta revivir lo que fue rutina en los tiempos del campo socialista.
Antes, aprender ruso en Cuba era parte del ADN revolucionario. Te sabías el nombre de Gagarin antes que el de tu primo y veías muñequitos donde los personajes hablaban más de Lenin que de Mickey Mouse. Ahora, en un país donde no hay ni luz, ni pan, ni esperanzas, el idioma de Pushkin vuelve a la cartelera educativa como asignatura optativa. Optativa, sí, pero muy bien vendida: clases lúdicas, canciones, poesía y hasta cartas a colegiales rusos. Todo un remake de la amistad socialista, pero con menos vodka y más nostalgia.
Sazanova, que aterrizó en la isla en septiembre de 2024, lo cuenta como quien descubre un mundo nuevo. Dice que los niños cubanos son “activos”, que ya saben poemas y canciones, que se mandan mensajes con alumnos rusos por redes sociales. Todo muy bonito… si uno no supiera que detrás de ese aprendizaje hay algo más que cultura: hay una intención de Rusia de meter las manos otra vez en la isla, de sembrar influencia blanda en una tierra que hace rato se secó de ideología, pero aún sigue reverenciando a Lenin en bustos oxidados.
El Ministerio de Educación cubano, por su parte, se frota las manos. La metodóloga Rosa María González dice que ya se proyecta el programa para Santiago de Cuba y Matanzas. Que hay convenio también con China, que esto es parte de las “buenas relaciones”. Palabras huecas. Lo que hay es una falta de brújula y una necesidad desesperada de alianzas con los pocos países que aún les ceden una cucharada de sopa ideológica.
Leticia Pérez, directora de una de las escuelas, se emociona. Dice que los padres están felices, que muchos de ellos estudiaron ruso en la URSS y ahora ven a sus hijos reviviendo esa herencia. Habla de clases de 45 minutos, tres veces por semana, de notas cualitativas y concursos de cultura. Como si el aula fuera un templo y no el refugio precario donde el Estado esconde su fracaso educativo.
Lo cierto es que, mientras los niños aprenden a decir “Здравствуйте” y a escribir “Москва” con tiza importada, un país entero se cae a pedazos. No hay tizas para matemáticas ni libros para historia, pero sí hay manuales de Glázov para hablar como Putin. El absurdo alcanza su clímax cuando uno escucha que ya preparan viajes de intercambio. ¿Intercambio de qué? ¿De miseria?
A esta altura del desastre, que en Cuba se enseñe ruso no es una anécdota simpática. Es un síntoma. Uno más. Una Cuba sin luz, sin leche, sin futuro, ahora también quiere ser bilingüe… pero en ruso.
Tal vez no falte mucho para que algún ministro de cultura proponga cambiar el “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che” por un “будем как Путин”.
Y todo el mundo a aplaudir. Porque el circo sigue, solo que con acento moscovita.