Enter your email address below and subscribe to our newsletter

El caudillo en el alma del cubano

Comparte esta noticia

Por Carlos Carballido

Texas.- El exilio cubano siempre ha estado secuestrado por una especie de lastre que se ha arraigado en la médula de la conciencia colectiva isleña y que no es otra cosa que la necesidad patológica de adorar al caudillo, como líder necesario para lograr la libertad de esa nación.

A diferencia de un líder político, el “caudillo cubano” es una especie de pícaro oportunista que se alimenta de la devoción y el mito de sus seguidores, mientras promete redención sin gestión, habla en tono mesiánico-binario del “nosotros contra ellos” y su comunicación es siempre emocional, chabacana e irracional, no para persuadir por análisis, sino para seducir sin persuasión.

Uno tras otro, personas naturales y jurídicas, han desfilado por los predios del exilio durante más de seis décadas. Desde Mas Canosa, Pérez Roura, los congresistas cubanoamericanos, la Fundación Cubano-Americana, Yoani Sánchez, opositores cubanos de turno y, más recientemente, Otaola, Rosa María Payá y ahora José Daniel Ferrer.

No tenemos un verdadero líder

Todos apelan al anticastrismo prometiendo luchar por la libertad que ellos mismos no desean porque, si no, ¿de qué vivirían? Entonces, el recurso es casi siempre idéntico: la descalificación del contrario, la cancelación de opiniones disidentes o el lanzamiento a la jauría de seguidores para el despedazamiento mediático que les permite dominar el relato oficial.

Estos caudillos tienen un denominador común: el veletismo político y la inconsistencia del discurso hasta cambiarlo por completo. Ferrer, por ejemplo, criticó a quienes emigraron para finalmente hacerlo. Pidió perdón y olvido para sus verdugos y se rodeó de humanismo y arte culinario cuando pesan sobre él varias denuncias de violencia física y tumbe de dinero en su organización UNPACU.

Esta enfermedad del caudillismo ha impedido buscar verdaderos líderes que conduzcan a la libertad genuina para Cuba. En su lugar, la sed de adoración al caudillo de turno (allá y aquí, o en España) nos ha tenido en un círculo vicioso que ha servido para que el castrismo perdure en el tiempo como eternidad.

«El héroe que viene a salvar la nación»

En Cuba, desde el surgimiento de la República, ha existido siempre un caldo de cultivo para parir caudillos. La debilidad institucional, el vacío de legitimidad y las estructuras económicas desiguales —teniendo a 1959 como parteaguas— han obligado a que las multitudes proyecten en el caudillo la figura paterna, entiéndase un protector que libera de la angustia y la responsabilidad cívica individual.

El caudillo cubano en el exilio y en los grupos que ha fragmentado la oposición cubana es el arquetipo del pícaro desvergonzado e imberbe que encarna la narrativa del héroe que “viene a salvar la nación”, aunque luego la subyugue.

Joseph Campbell lo llamaría una distorsión del viaje del héroe que siempre termina en autoritarismo.

El cubano moderno como promedio —aunque se haya exiliado a un mundo libre— siente angustia por su autonomía y una necesidad patológica de someterse a un líder fuerte que le devuelva seguridad psicológica.

No importa si es un Otaola homosexual o de voz autoritaria y engolada como Ferrer. Lo que importa es que me arengue en la creencia de que el otro es el equivocado y le creeré sin cuestionar.

El caudillismo cubano no es un residuo del atraso castrocomunista, sino una respuesta psicosocial a la crisis del sentido colectivo, cultural y patriótico que un pueblo desarraigado —fuera y dentro de la isla— ha optado por rendirse a una idiotez galopante como la incultura y la negación a nuestro folklore patrio.

El disfraz mal contado

Esta maldición caribeña aparece con más fuerza cuando las instituciones no encarnan valores, cuando la libertad es sacrilegio y cuando el individuo necesita sentir que pertenece a algo trascendente en este nuevo mundo de las redes sociales.

Por eso, incluso en sociedades sofisticadas, el caudillo cubano, al salir del país, resurge disfrazado de disidente, patriota, preso político, empresario, profeta o influencer.

El caudillismo actual del cubano tiene como origen los más de 60 años de propaganda y culto de la personalidad: cómo la iconografía y narrativa de “redención” saturaron la vida cotidiana entre 1959 y 1970, fijando a Fidel como guía histórico-moral.

De algún modo, estos nuevos líderes políticos de la oposición replican la misma estructura caudillista fidelista de liderazgo absoluto, falta de consenso autocrítico y exclusión de ideas diferentes.

El caudillo por encima del líder

Freud lo habría explicado como transferencia de autoridad: cuando el padre simbólico desaparece, el inconsciente busca otro que lo sustituya. En la práctica, es una nostalgia estructural de dirección que, sin alguien pintoresco al frente, deja al grupo en vacío y desorientación.

Estos caudillos tropicales siempre cuentan con un beneficio sospechoso del establishment político cubanoamericano, sin importarles ideología o intereses. Cuando los han necesitado anticastristas, han buscado al caudillo con ese disfraz. Si los han necesitado socialistas, igual. Cuando han tenido que sepultar al viejo exilio aguerrido, lo han hecho impúdicamente dando fama a figuras realmente patéticas.

Ahora, para colmo, Marco Rubio en su rol de Secretario de Estado ha blindado este procedimiento gremial y ocultista dándole el beneplácito a las figuras convenientes. Las que en su momento, como Otaola, tuvieron la osadía de disentir, también se han subido a la carroza.

Todos ellos entienden que el cubano prefiere al caudillo que al líder y, como buenos hijos de puta, saben que tienen terreno fértil y garantizado.o

Deja un comentario