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Por Sergio Barbán Cardero ()

Miami.- En cualquier país digno, el 26 de julio sería una fecha para bajar la cabeza, guardar silencio y recordar a los muertos. Pero no en Cuba. Allí se convierte en un espectáculo anual; se agitan banderas, se organizan desfiles, se transmiten discursos con voz engolada y se grita “¡Viva!” para celebrar… una masacre.

La historia oficial dice que aquella madrugada de 1953 marcó el inicio de la “liberación”. La verdad es menos épica: fue una operación chapucera contra el Cuartel Moncada en Santiago de Cuba y contra el cuartel Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo. Más de 160 jóvenes, muchos sin entrenamiento, algunos disfrazados de militares y otros armados con escopetas de caza, atacaron una fortaleza con más de mil soldados bien pertrechados. ¿El resultado? Un desastre. Entre 15 y 19 defensores muertos, alrededor de 61 asaltantes muertos en combate o ejecutados y decenas de prisioneros que terminaron en el paredón.

¿Dónde estaba el líder de la gesta? Mientras sus hombres caían, Fidel Castro se perdía en las calles de Santiago, una ciudad que conocía “como la palma de su mano”. Después se escondió en las montañas cercanas a Santiago de Cuba, cerca de La Gran Piedra, hasta ser capturado, y llevado a prisión, desde donde escribió su famosa defensa “La historia me absolverá”.

Lo que rara vez se menciona es que ese alegato lo redactó inspirado en otro juicio célebre: el de Adolf Hitler en 1923, tras el fallido golpe de Múnich. Fidel imitó la estrategia del dictador alemán de convertir un proceso judicial en tribuna política. Gracias a la presión pública de sectores moderados, tuvo un juicio garantista, con micrófonos y prensa, usando un tono mesiánico y victimista para pasar de conspirador fracasado a figura nacional.

El mito fundacional

Ironías de la vida: bajo la dictadura de Batista se le permitió hablar, organizarse y salir vivo de la cárcel tras una amnistía en 1955. Luego, ya en el poder, sus propios prisioneros no gozaron de semejantes privilegios.

Pero en vez de ser recordado como lo que fue, un atentado fallido y sangriento, el 26 de julio se convirtió en mito fundacional. Se bautizó como “Día de la Rebeldía Nacional” y se le canta loas como si se tratara de una victoria. Es como si Francia celebrara cada año la derrota de Dien Bien Phu o si Japón declarara festivo el aniversario de Hiroshima. Un carnaval de balazos perdidos convertido en epopeya.

Festejar el fracaso es un arte en Cuba. Allí se glorifica el plan que salió mal, el mapa que nadie leyó, la emboscada improvisada que llevó a la muerte a decenas de jóvenes idealistas. Se venera a un líder que sobrevivió no por valentía en el campo de batalla, sino por suerte, para luego erigirse en caudillo absoluto durante más de medio siglo, mientras el país se hundía en el éxodo y la miseria.

El 26 de julio debería ser una jornada de duelo, de reflexión amarga, de reconocimiento colectivo: “Nos engañaron, y el precio fue demasiado alto”. Pero no. Cada año se monta el espectáculo: tarimas, discursos eternos, consignas huecas y la misma farsa de siempre, como si la sangre derramada hubiera sido un buen negocio.

Y al final, queda la lección más amarga: Mientras sigamos celebrando los fracasos como si fueran victorias, seguiremos condenados a repetirlos. Tal vez el día que Cuba deje de aplaudir la tragedia, pueda comenzar por fin a escribir su propia absolución.

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