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Por Max Asutdillo ()

La Habana.- Parece que en la cúpula del poder en La Habana han decidido que el disfraz más apropiado para una gerontocracia en estado de descomposición es el verde olivo. No es una moda, ni un capricho estético; es el uniforme del miedo.

Vistieron a todos los viejos con poder de verde, como si el color pudiera infundirles una juventud marcial que hace décadas se les esfumó, para presentarse ante el verdadero patrón, el Gran Titiritero nonagenario que, desde las sombras, sigue manejando los hilos de una obra de teatro que ya nadie quiere ver.

La reunión del Consejo de Defensa Nacional no fue más que un aquelarre de ancianos aterrados, un ritual para conjurar el fantasma de la irrelevancia y, sobre todo, para demostrar quién manda de verdad en el feudo familiar.

En el centro del espectáculo, con 94 años a cuestas y una lucidez que se le presume tan frágil como el sistema que defiende, estaba Raúl Castro, autoproclamado ahora con la pomposa y vacua fórmula de «jefe al frente de la Revolución». Qué título tan patético, tan desesperado. Es la confesión no verbalizada de que el experimento del relevo fue un fracaso estruendoso.

Díaz-Canel, el pobre diablo con corbata -ahora también de verde olivo-, se sienta a la derecha del trono, haciendo muecas de autoridad mientras el verdadero poder emana del hombre que necesita un consejo de guerra para aprobar lo que cualquier presidente en funciones decidiría en su despacho. El mensaje es cristalino: el pupilo no pinta nada, es un figurín, un maquillaje para intentar vender una normalidad que no existe.

Un consejo de guerra por miedo al estallido

La nota oficial de la presidencia cubana es un dechado de vergüenza ajena. Anuncia con solemnidad burocrática que el CDN sesionó para «aprobar las decisiones y planes». ¿Qué decisiones? ¿Qué planes? El único plan visible es el de la supervivencia de una cleptocracia que siente cómo se le agota el tiempo y el oxígeno.

Se reúnen no para defender la nación de una amenaza externa, sino para blindarse de la única amenaza real: su propio pueblo, hambriento, hastiado y despojado de todo menos de la dignidad que los tiranos no han podido arrebatarles. Es el miedo monumental a perderlo todo lo que los agrupa, como aves carroñeras en torno a un cadáver que pronto dejará de ser suyo.

El poder real, ese que no se anuncia en comunicados ni se delega en títeres, reside en las charreteras de los generales y en la mirada cansada de nonagenarios. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el MININT no son instituciones del Estado; son la guardia pretoriana de una familia que ha confundido el país con su hacienda personal.

La reunión no fue una sesión de gobierno, fue un consejo de guerra para proteger el botín. El miedo a un estallido social, a que la isla se les vuelva a incendiar como en julio del 2021, los tiene tan unidos como el cemento que vierten sobre su propia tumba política.

La coreografía final

Díaz-Canel, el presidente de pega, recita el guion que le han escrito: «unidad», «lealtad», «continuidad». Palabras huecas que resonaron en la sala llena de uniformes verdes, el color de la esperanza que ellos mismos se han encargado de exterminar.

Su presencia en la foto es tan necesaria como la de un florero en un funeral; cumple la función de simular una transición que nunca llegará, porque los Castro, incluso desde el umbral de la muerte, se aferran al poder con la fuerza con que un ahogado se aferra a un clavo ardiendo. Es el sueño eterno de una dinastía que se niega a despertar, aunque el país entero les grite en la cara que ya es hora.

Al final, el espectáculo del verde olivo no es más que la coreografía final de un régimen que baila sobre la losa de su propio mausoleo. Se visten de soldados porque han dejado de ser revolucionarios; se atrincheran en cuarteles porque han perdido la calle; y le rinden cuentas a un anciano decrépito porque le temen más a la justicia que al olvido.

El «jefe al frente de la Revolución» es, en realidad, el capitán de un barco que se hunde, dando órdenes desde su camarote mientras la tripulación y los pasajeros buscan desesperadamente un salvavidas. Su miedo es nuestro más efímero consuelo, la prueba de que su fin, aunque lento, es tan inexorable como el paso del tiempo que ellos pretenden detener.

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