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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Un domingo en La Habana, y el tiempo no sabe si caerse o quedarse pegado al cielo. La ciudad tiene esa calma rara, como de resaca, pero sin la fiesta de la noche anterior. No es paz, compadre, es el vacío que deja la impotencia. Se respira un aire espeso, cargado de un agobio que todos conocemos, ese que se te pega a la piel como el sudor y no se va ni con un baño de agua fría, si es que hoy corre agua por la placa.

Las calles, que deberían estar llenas del trajín de la familia, están casi mudas. El problema no es la pereza, es la física pura y dura: ¿cómo te mueves si el transporte es una leyenda? La guagua que no pasa, el almendrón que no rinde, la bicicleta con el cuadro soldado que pide a gritos una tregua. La familia queda lejos, en otro municipio, y la distancia se mide no en kilómetros, sino en la ansiedad de saber que tu vieja está enferma y no tienes cómo llevarle una pastilla, un pedazo de pollo, ni siquiera una palabra de aliento que no suene a mentira.

Y en la casa, el silencio es otro. No es el silencio del descanso, es el de la vigilia. Es el sonido de un vecino tosiendo al otro lado de la pared, con esa tos seca del dengue que le parte la espalda. Es el suspiro de la madre que revisa la despensa por tercera vez, como si la harina o el jabón fueran a aparecer por arte de magia. Hoy no hay resolución, no hay invento que valga. Hoy el domingo se convierte en un largo día para contar las grietas del techo y escuchar, en la lejanía, el zumbido de un mosquito que suena a sentencia.

Un mañana igual… o peor

Mientras, la mente vuela más al este que cualquier avión de Cubana. Al oriente, compadre. A esa tierra que se lleva lo peor de todo: los vientos, la sequía, y ahora el olvido. Piensas en esa gente que duerme a la intemperie, con el cielo por techo y el hambre por cobija. Que busca un chorro de agua limpia como si fuera un milagro. Y aquí estás, en la capital, quejándote de lo tuyo, pero con un techo, al menos hoy, y con un vaso de agua, aunque sea hervida. La angustia se divide: una parte para tu crisis, y la otra, un nudo en la garganta, para la de ellos.

Entonces miras las manos y preguntas: ¿y ésta, cuál es su función hoy? Porque quieres ayudar. Al hijo, a los padres, al vecino postrado en la cama con el chikungunya que le retuerce las articulaciones. Pero es como querer apagar un incendio con un caramelo de menta. La buena voluntad choca contra el muro de lo concreto: no hay medicinas, no hay comida, no hay gasolina. Te quedas en la puerta, mirando la calle vacía, con la impotencia de un boxeador sin ring.

Y así se va a ir yendo la tarde, sin prisa pero sin paz, metida en una urna de cristal. Un domingo cualquiera en esta isla que resiste, que suda, que sangra por mil heridas. Un día que no termina de empezar ni de acabar, suspendido en la incertidumbre. Donde la única certeza es que mañana, lunes, será más de lo mismo. Pero peor. Porque al menos el domingo tenía la excusa de ser domingo.

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