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DISCURSOS DE «ESPERANZA» ENTRE EL MARABÚ

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Por Redacción Nacional

La Habana.- Hay visitas que, más que inspección, son teatro. Manuel Marrero, primer ministro cubano, recorrió hace poco el municipio de Gibara, en Holguín, con un guion aprendido de memoria y el tono paternalista que tanto gusta a la cúpula revolucionaria. El saldo: muchas palabras, algo de aplauso, una pizca de crítica condescendiente, y un pueblo que sigue atrapado entre la escasez y la ineficiencia.

Frente a los presentes, Marrero se quitó el traje de burócrata y se puso el de motivador de masas. Reconoció «avances», sí, pero con ese aire de “no se confíen, que aún falta”. Insistió, por ejemplo, en que los medicamentos del tarjetón deberían distribuirse en las bodegas rurales para aliviar los viajes de los enfermos desde el campo a las cabeceras. ¡Aleluya! Lo que cualquiera con dos dedos de frente lleva años diciendo, ahora es una “reflexión” digna de compartir.

Visitó también la Unidad Empresarial de Base El Vapor, con su masa vacuna de raza Siboney. Allí, al ver cómo preparan heno, usan plantas proteicas y mantienen vigilancia veterinaria constante, Marrero lanzó elogios como quien lanza flores en un entierro. “¿Ven?”, parece decir, “¡sí se puede!” Aunque claro, los propios trabajadores explicaron que sufren las mismas carencias que el resto del país. Pero eso da igual: el show debe continuar.

Después tocó turno a un tejar local, donde la falta de cemento se combate con ladrillos de barro cocido. Aquí otra ovación, otra reverencia a la “creatividad revolucionaria”. Nadie menciona que esa creatividad es resultado de la desesperación y del abandono. Fabricar con barro no es vanguardia, es retroceso. Es síntoma de un país donde lo básico se volvió lujo.

LA CULPA ES «AJENA»

La parte más ridícula del discurso llegó cuando Marrero habló del “autobloqueo”. Como buen cuadro, repitió que el embargo de EE.UU. es la principal causa del desastre, pero no se quedó ahí. Agregó que el “autobloqueo” también hace daño. En otras palabras, si hay escasez de alimentos, apagones, medicamentos perdidos y burocracia paralizante, es porque los directores de centros de trabajo no “echan la pelea”. Es decir, la culpa sigue siendo ajena, pero si toca mirar adentro, que sea para reemplazar cuadros. Cambiamos al que no sirve, ponemos otro que tampoco hará mucho, y la cadena de discursos sigue su curso.

Promovió el control popular, aunque todos sabemos lo que eso significa: reuniones eternas, actas polvorientas y ningún resultado. Marrero dice que el pueblo debe ejercer su derecho a reclamar tierras ociosas, denunciar chapucerías, exigir eficiencia. Pero cuando el pueblo alza la voz de verdad —en una marcha, en un tuit, en una pancarta— lo que recibe es cárcel, repudio y vigilancia.

El primer ministro, con su estilo de pastor revolucionario, cierra diciendo que no podemos permitir que se pierda el ánimo. Pero ¿quién lo ha perdido primero? ¿El pueblo o los dirigentes que viven en otra realidad, blindados por autos estatales y comitivas que solo conocen los caminos asfaltados?

Gibara, con su historia y su gente noble, merecería más que estas visitas de salón. Merece gobernantes que no hablen de “cambiar la mentalidad”, sino que cambien el país. Merece menos barro y más cemento, menos discursos y más soluciones. Merece que no le hablen de esperanza como si fuera un estribillo cansado.

Mientras eso no pase, seguirán los recorridos, las fotos y los aplausos forzados. Y el marabú, ese símbolo de la tierra improductiva, seguirá creciendo más rápido que la voluntad política de cambiar las cosas.

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