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DISCOTECAS

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Por Fernando Portolés Reboul ()
Madrid.- Sabía que no me iban a dejar pasar. La edad mínima entonces para entrar en las discotecas era dieciséis años. Y yo, ni los tenía ni los aparentaba. Cumplir a final de año me llevaba siempre a remolque de mis amigos. Y aquel día quisieron, por primera vez, ir a bailar a uno de esos lugares.
– Que sí, Porto – me dijo uno de ellos – Ya verás como entras. Si dejan pasar a todo el mundo.
Éramos cinco. Tres chicos y dos chicas. Yo era el único que tenía quince años y cara de trece. Llegamos a la puerta. No habían abierto todavía y un montón de adolescentes como nosotros se agolpaban en la entrada. Sobre todas las cabezas destacaba un hombretón vestido de negro que estaba de cara a nosotros, dando la espalda al local. Su gesto era sombrío. Tenía la cabeza afeitada y unos dorsales de gimnasio que amenazaban con reventarle la chaqueta. De una de sus orejas salía un cable blanco retorcido en espiral, como el del teléfono de casa.
Finalmente abrieron y empezamos a entrar. Aquel hombre miraba a todos fijamente con las manos cruzadas por delante. En un momento levantó la vista y nuestras miradas coincidieron. Mis amigos y yo aún estábamos lejos de la puerta. Se mantuvo un segundo en mí, sin cambiar la expresión de la cara. Después volvió a lo suyo. Finalmente nos tocó a nosotros.
– ¿Cuántos años tienes? – me preguntó levantando la palma de su mano a la altura de mi pecho, pero sin llegar a tocarme. Sabía que si mentía y le decía que dieciséis años, me iba a pedir el carnet. No respondí. Simplemente miré a mis amigos, que ya habían pasado por delante del vigilante y estaban a punto de entrar. Me miraron.
– Bueno, yo me voy – les dije.
Ninguno dijo nada. Tampoco se movieron. La verdad es que nunca esperé otra cosa. Me di la vuelta y me alejé del barullo. La discoteca no quedaba lejos de casa y comencé a caminar. No me disgustó aquel final. No me gustaban las discotecas ni aquellos chicos eran tan amigos. Ya había anochecido y un otoño avanzado enfriaba las calles de Madrid. Había estado lloviendo toda la tarde y las luces de la ciudad se multiplicaban en el agua de la calzada.
– ¡Espera, Porto! – escuché a mi espalda. Me di la vuelta.
– Eres mi salvación, no me apetece nada bailar – La miré un instante, sonreí, y comenzamos a caminar en silencio.
Ella era Eva, una de las chicas del grupo, el torbellino de clase. Pura energía. Siempre se oía su risa. Era ella la que en los descansos, en cuanto el profesor salía, se lanzaba al pasillo entre los pupitres y, como si estuviera en una película, se ponía a cantar. Y a bailar. Sobre todo, a bailar.

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