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Por Yin Pedraza Ginori ()
Madrid.- Era 1991. Sin imaginar que 30 años después llegaría la hecatombe actual, los cubanos de la isla, machacados por el terrible Período Especial, creíamos que habíamos tocado fondo en cuanto a pasar necesidades y sufrir escaseces.
Por La Habana corría el rumor de que el gobierno español había aprobado pagar una cantidad mensual de dólares a los españoles residentes en Cuba que estuvieran en difícil situación económica.
En mi suegra, cubana hija de asturiano y gallega que nunca jamás se había ocupado de obtener la ciudadanía española a la que tenía derecho, aquel runrun, cierto o no, provocó el deseo incontrolable, la necesidad imperiosa de regularizar su estatus y convertirse oficialmente en más gaita que Lola Flores.
Como ella tenía serios problemas de movilidad, a mí me tocó el complejo trabajo de acopiar los papeles y certificados necesarios, presentarlos en el Consulado de España, etc.
Los trámites eran una jodienda, pero la ilusión de un sueldo en fulas entrando en la casa cada mes, era suficiente aliciente para que yo me lanzara a la aventura de resolverle la ciudadanía a la vieja.
Acceder a los pocos turnos que en un determinado día de la semana daba el consulado era más complicado que el carajo. Una vez conseguidos los papeles (esa es otra historia de sufrimiento), mi primer intento de solicitar una entrevista consular para mi suegra se frustró porque, ingenuo de mí, llegué a las 7 de la mañana y cuando pregunté ¿quién es el último?, media Habana estaba delante de mí en la cola.
La segunda vez marqué a las 5 a.m. y tras echar la mañana entera aterrillado por el calor, en medio de una cola/molote que me exigía la agresividad del que trata de que no se le cuele alguien delante, al final no pude entrar.
El fracaso me golpeaba, incitándome a desistir, pero el compromiso con mi suegra era más fuerte. Y me dije: la próxima vez yo entro al consulado aunque me cueste un huevo.
La siguiente oportunidad de coger cita tocaba el día 15, una semana después. Había que hacer la cola en el parquecito frente al edificio español. Decidido a pasarme la noche en vela, llegué allí a las 5 y 45 de la tarde del día 14.
Una flaca muy activa que tenía el 1 y fungía como organizadora de la situación, me entregó un papelito con mi turno: el 5. Me eché toda la prima noche y la madrugada al relente, espantando mosquitos, a veces sentado en un banco, a veces dando paseítos cortos para vencer al sueño que me golpeaba.
Poco a poco, con ese lento decursar que tienen las horas cuando uno aguarda, llegó el amanecer. A las 8, el policía de guardia, al fin, nos permitió cruzar la calle para acceder al portal del consulado. Allí, nosotros los somnolientos y cansados sobrevivientes de la larga espera, le dimos forma a la cola, que a esa hora ya era monstruosa.
Todavía faltaba una hora para que abrieran. La sorpresa, la frustrante sorpresa, nos abatió cuando descubrimos el papel que habían colocado en la puerta cerrada.
AVISO
Por celebrarse el Día de la Ascensión de la Virgen María,
el 15 de agosto es jornada festiva en todo el Reino
de España. Con ese motivo, el Consulado
no ofrecerá sus servicios en esta fecha.
Disculpen las molestias.
Desde entonces, cada 15 de agosto recuerdo la frustración y el encabronamiento que sentí aquel día en aquella triste Habana de 1991 en que, sin imaginar que 30 años después llegaría la hecatombe actual, creíamos que con el terrible Período Especial habíamos tocado fondo en cuanto a pasar necesidades y sufrir escaseces.
Epílogo:
Después de muchas colas y una tonga de burocracia, mi suegra obtuvo la ciudadanía, pero España nunca le aflojó los dólares soñados.