
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Tomado de MUY Interesante
Para los aztecas todos los seres tienen alma, incluso variedad de objetos y lugares sagrados.
México DF.- Las religiones en las civilizaciones antiguas tienen ciertas características en común, y la que se desarrolló en lo que hoy es México, más o menos 4,000 años atrás, no fue la excepción. Los principios religiosos entre las sociedades ancestrales fueron ante todo de carácter animista y, desde luego, de naturaleza politeísta. Esto quiere decir que se sacralizó cada uno de los elementos físicos del entorno natural, dotándoles de fuerzas suprahumanas, y con las cuales debían entablar puentes de comunicación efectivos para el bienestar de la colectividad y la reproducción constante de la vida.
Detalle del cilindro monumental donde se representa al gobernante Tizoc tomando de los cabellos a una imagen que evoca a uno de los distintos señoríos conquistados por los mexicas.Shutterstock
En el caso del México prehispánico, fueron deificados todos los elementos involucrados en el proceso de la agricultura y, sobre todo, alrededor del crecimiento de la planta del maíz. Esta realidad material fue la base para la construcción de los mitos religiosos, esto es, la mitología revela los misterios del mundo sagrado, los cuales permiten la conexión con los dramas primigenios que narran las cosmogonías acaecidas en illo tempore. En ellos se cuenta la creación del universo, el quehacer de los dioses y los ciclos de vida y muerte. Los mitos, pues, explican y expresan las formas de consagración a través de los eventos y los lugares donde se representan las prácticas devocionales y, entre ellas, por citar un ejemplo, están las peticiones a los dioses de la lluvia con el fin de esperar el buen desenvolvimiento de la producción agrícola. Pero eso no es todo, también es posible que los ruegos se dirijan a una multiplicidad de deidades para obtener buenas cosechas, salud, potencia sexual o alguna modificación en situaciones específicas dentro de la colectividad.
Las sociedades prehispánicas concibieron ciertas deidades relacionadas con las fuerzas de la naturaleza, no obstante, es oportuno decir que los dioses mesoamericanos son entidades con características animales. De hecho, cada ser humano cuenta con un alma animal, la que sirve para vincularse con alguno de ellos e, incluso, más allá de la muerte, como es el caso del perro, quien funge como guía del alma a través del Inframundo. En efecto, los animales muestran cualidades de comportamiento que son susceptibles de ser compartidas con los humanos, de manera que los registros calendáricos también resultan en códigos y catálogos completos que describen características y atributos zoológicos que representan a los dioses quienes actúan en el mundo. Pero también las tradiciones y mitos nos hablan de seres animados de tipo vegetal y mineral; incluso, los lugares también contienen alma y, por esto, se debe entablar una relación equilibrada y de respeto con todas las cosas y objetos del rededor porque albergan fuerzas sobrenaturales, y pueden determinar en el devenir de los hechos, puesto que también son los guardianes de todos los sitios del universo.
Sin embargo, las criaturas y los entes que pueblan el mundo sagrado no son superiores ni inferiores, tampoco eternos ni exigen subordinación. Más bien, en la religión mesoamericana, las potencias anímicas se presentan para beneficiar o perjudicar a la comunidad dependiendo de la relación que se haya establecido con ellas y el grado de colaboración y devoción cultivada de forma colectiva. En efecto, las deidades prehispánicas se presentan en todas las regiones y ámbitos del cosmos; en este sentido y desde el nivel celeste, la pareja creadora concibe como sus hijos, a un par de dioses creadores: Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, quienes a su vez se desdoblan en más deidades para apoyarse en sus labores en la tierra y demás rumbos del firmamento. Son partícipes, todos ellos, junto con la sociedad, de la búsqueda del equilibrio cósmico dentro del cual se elaboran intercambios y convenios recíprocos para el buen funcionamiento de la vida en general y de sus ciclos reproductivos.
De esta manera la conceptualización de los elementos naturales se ve involucrada en las actividades humanas y éstas, sobre todo, giran en torno a la agricultura, de modo tal que la planta del maíz, junto con la tierra, el sol y el agua representan las grandes fuerzas creadoras y rectoras de la vida religiosa. Los pueblos antiguos de México, igualmente, desarrollaron un culto integral y holístico el cual incluía, junto con los seres humanos, los animales, los astros y la naturaleza entera; se trataba, entonces, de conceptos que abarcaban la totalidad del universo, pero no en el sentido únicamente religioso, más bien, en el contexto de la conexión con el cielo y las aguas; las montañas y la tierra misma, en suma, en todos los fenómenos naturales que pudieran afectarles. Y es que las fuerzas de la naturaleza encarnadas en los elementos del paisaje se interconectaban entre ellas y se volvían los dueños del espacio y del tiempo, en donde actuaban en favor del grupo social para entregar bienes y recursos, a cambio de recibir ciertos cuidados, protección y ofrendas. Por ejemplo, el cerro mismo almacenaba las aguas de las lluvias o de los mantos freáticos, y su dueño, Tláloc, es quien podía proveer y distribuir periódicamente sus dones, solo si existe la devoción y colaboración activa de toda la comunidad.
Aquí, el poderoso dios del Sol y la guerra, Huitzilopochtli (“Parte izquierda del colibrí azul”), Códice Tovar, siglo XVI.iStock.
Ahora bien, cuando hablamos de una religión oficial e institucionalizada es porque existe no sólo un panteón de dioses, además, un cuerpo de sacerdotes, una serie de templos y una calendarización estricta que se debía acatar, así como cumplir con una serie de festividades. Es decir, las fiestas oficiales no sólo marcaban fechas importantes entre los primeros elotes y las cosechas, por ejemplo, sino que también se veneraba a diversas cosas sagradas como el pulque, la sal, la tierra, las estrellas, la Luna, en fin, a muchas agrupaciones de deidades organizadas a lo largo de los meses y asociadas a una diversidad de oficios y actividades que se celebraban dentro de una estructura anual de ritos.
De esta forma, el Estado mexica configuró una ideología desde el poder y se apropió de antiguas devociones campesinas para presentarlas como propias. La política de la elite azteca entonces ordenó y dirigió las prácticas religiosas hasta convertirlas en parte constitutiva de su discurso de gobierno, de modo que mitos y narraciones heredadas de sus ancestros, se transformaron en leyes que regían la vida en común y que veneraban al propio gobierno azteca junto con sus principios éticos. En este sentido tenemos en primer lugar al propio astro solar como el dador de la vida, y esta deidad podía estar representada por un conejo, un tlacuache y más adelante, incluso, por el propio Jesucristo, en suma, el Sol fue el elegido para distribuir funciones y establecer el orden cotidiano. Quetzalcóatl, por su parte, continuará siendo otro gran dios patrono y creador de la humanidad; Tlatéotl, la diosa madre de la Tierra es la dadora de vida y de la muerte también, y Tláloc, desde luego, fue el dios de todo el ciclo hidrológico en su conjunto, entre mucho otros más imposibles de enumerar.
Sin embargo, el pueblo mexica había arribado al centro de México con su propio dios patrono, tribal y local llamado Huitzilopochtli, pero a medida que sus conquistas militares iban en aumento, se consolidaba el mito que justificaba su creciente poder. Fue así cómo, entre el pueblo mexica, se consagró el mito del nacimiento de su dios todopoderoso. Lo que sucedió es que se retomó a la diosa ancestral, la madre Tierra, y surgió su variante: Coatlicue quien engendraba en el cerro de las serpientes a su hijo Huitzilopochtli quien se convertiría asimismo en el dios de la guerra y el tributo. Esta deidad principal del panteón mexica simbolizaba no sólo las fuerzas del día materializadas en el astro solar, sino que también representaba al propio emperador o tlatoani comandando las batallas militares.
Huitzilopochtli fue integrando los aspectos de guerra y conquista mexica en la de su creciente poderío, y a la par su culto comenzaba lentamente a consolidarse y a expandirse hacia finales del siglo XV, es decir, ya muy tardíamente en la historia del México precolombino y en vísperas de la llegada de los españoles. En este proceso expansivo, el emperador azteca buscaba divinizar su figura propagando la idea de ser él mismo el ejecutor de la voluntad divina. De forma que, para principios del siglo XVI, el gobernante máximo era considerado Sol naciente, aunque también podía ser representado como un árbol ahuehuete que simbolizara la centralidad de su poder, y debía ser celebrado en ceremonias religiosas de investidura que legitimaban su papel.
Escultura que representa a la cabeza cercenada de la diosa azteca Coyolxauhqui, asesinada y decapitada por su hermano el dios Huitzilopochtli, según un mito azteca de la creación.iStock.
La religión mexica simplemente heredó una milenaria espiritualidad ligada a la actividad y al sentido agrícola basado en la dependencia del medio ambiente y de las condiciones naturales, como pudieron ser el clima o los regímenes pluviales. Es decir, se trata de sociedades donde la preocupación central giraba en torno a la fertilidad de las tierras de cultivo. Así, el culto antiguo a la Tierra se personificó a través de múltiples deidades, mismo que se reactualizó en manos del estado azteca quien pretendió ser el portavoz y responsable de la reproducción de la sociedad, su bienestar y del cosmos en su funcionamiento absoluto.
Asimismo, esto no podía completarse sin el mecanismo de la guerra que se convirtió en el sustento de la política estatal. Y este pudo llevarse a cabo a través de un proceso ideológico donde las diosas antiguas de la tierra se emparentaron con el dios patrono de los mexicas, Huitzilopochtli se convirtió en el hijo que sintetizaba los cultos antiguos basados en las fases agrícolas y, por tanto, en la fertilidad misma; a la vez se sumaba la propia economía bélica la cual era asimismo fundamento del modus operandi de este pueblo guerrero, mismo que debía mantener la estabilidad del poder y, por ende, del cosmos en su conjunto. Culto estatal y prácticas religiosas que en todo caso no eran compartidas por demás pueblos y señoríos fuera de la sede del poder en la ciudad de Tenochtitlan, no obstante, sí muchas veces reconocidas, e incluso, temidas.