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DE GOYA A PICASSO, DOS ARTISTAS CONTRA LA SINRAZÓN DE LA GUERRA

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Tomado de MUY Interesante

Una parte importante de las obras pictóricas de Francisco de Goya y Pablo Picasso, frente a la mitificación y dulcificación de la guerra en el arte anterior, muestran la crudeza y la violencia deshumanizada del acto bélico, venga de donde venga

Madrid.- Si pensásemos en una historia de la pintura de guerra en España, tal vez partiríamos de La rendición de Breda o, como es más popularmente conocida, Las lanzas, de Velázquez. Estaríamos en un error: ese cuadro no habla de la guerra. El pintor fue un afortunado que pasó de Sevilla a Madrid sin combatir ni presenciar los desastres de Flandes. En la maravillosa pintura del Prado, un decorado cartográfico sustenta una pantomima sobre la grandeza de una España deprimida y cegada por la puesta de sol del Imperio. Nada en ese cuadro habla de la muerte, el dolor, las violaciones, el canibalismo, el envenenamiento de pozos, el asesinato de niños, el saqueo o los ajusticiados pudriéndose en los caminos de Europa.

La rendición de Breda

La rendición de Breda o Las lanzas, 1634, por Diego Velázquez. Museo del Prado, Madrid. Foto: ASC.

El mayor de los pintores estuvo ausente de esa realidad como casi todos los de su generación, aunque algunos sí viviesen la guerra, como el misterioso Juan de Toledo, maestro lorquino que, supuestamente, sirvió como arcabucero en Milán. En las batallas que este pintó sí encontramos una evidencia del conocimiento de ese caos que debió ser la batalla de Lepanto, pintada para la iglesia de Santo Domingo en Murcia junto a Mateo Gilarte. Pero, con pocas excepciones, la realidad bélica le fue vetada a los pintores por parte de comitentes que querían representaciones gloriosas, no realistas, de guerras que hicieron más grandes a los grandes y llevaron a la muerte a cientos de miles de pobres desgraciados.

Ninguno de los grandes mecenas de la época quiso ver el mundo a través de la pintura; quisieron ver una entelequia que nos ha llegado en forma de diplomáticos saludos en Las lanzas o de heroicas fábulas de Rubens en las que Venus aplaca a Marte. El flamenco sí tuvo cerca ese estado de caos que, como escribió Orwell en su Homenaje a Cataluña, huele a mierda. La guerra, lejos de las representaciones heroicas de Carlos V a caballo en Mühlberg o del Conde Duque sobre su caballo en corbeta, es un estado de miseria moral y sufrimiento insondable que la pintura barroca no se atrevió a mostrar.

Hubo un grabador que sí lo hizo: Jaques Callot, nacido en Nancy en 1592 y fallecido allí también en 1635. Este gran artista, casi desconocido para el gran público y aún para muchos expertos, plasmó en El sitio de Breda una visión realista y topográfica de aquella batalla, sirviendo a Velázquez como inspiración para el fondo. Sin embargo, no es esta serie de grabados la que nos interesa, sino su serie sobre la Guerra de los Treinta Años. En esas planchas sí está la guerra que Velázquez y los maestros madrileños, sevillanos o valencianos usurparon a la historia. Placenteros campos de Europa se llenan de ahorcados, que penden de frondosos árboles. Él sí vio la guerra en su Lorena natal, presenció la degeneración del ser humano en aquella contienda interminable que postró a Alemania en un estado lejano a la civilización.

El sitio de Breda, Jacques Callot

El sitio de Breda (1626-1628), por Jacques Callot, grabador y dibujante lorenés. Foto: Museo Nacional del Prado.

En esos grabados está el verdadero germen de los Desastres de la guerra, la serie que Francisco de Goya comenzó a grabar en 1810 a la vista de lo que en España sucedía. Callot es clave para entender la realidad de la guerra en las artes plásticas, y enlaza —en sus ajusticiados, en la violencia ciega y en la tristeza— con el verdadero significado de la guerra que ya había entendido Pieter Brueghel en El triunfo de la muerte (Museo del Prado). Callot sí se atrevió a contar en imágenes lo que hizo de seres humanos auténticas alimañas.

Goya y el horror

Hay una experiencia necesaria y espantosa que quizá el lector haya acometido, y es ver, uno a uno, los Desastres de la guerra grabados por Goya. Son obras tan revisitadas que creemos que no vamos a encontrar nada nuevo en ellas. También las vemos desde la óptica de personas del siglo XXI que reciben todo tipo de estímulos en televisión y redes. La guerra nos es muy cercana, hemos visto a Sadam Husein ser ajusticiado, a Gadafi ser linchado y a cientos de personas reventar en una casa, víctimas del misil lanzado por un dron. Recordamos imágenes de niños quemados en Vietnam o de muertos en las guerras de Oriente Medio, pero hablo de una realidad distinta.

Esto es peor, Goya

Esto es peor (1810-1814). Foto: Museo Nacional del Prado.

A lo largo de la historia se ha mitificado la guerra, se ha endulzado en cierta manera y se nos ha hecho cercana. De niños jugábamos con soldados y tanques, nuestros padres lo habían hecho también y no veían nada raro en ello, pero lo cierto es que jugábamos a matar a gente. Nuestros hijos ya no hacen eso, pero ven películas de guerra americanas en las que, como siempre ocurre en la ficción y también en Las lanzas de Velázquez, no muere nadie. En los grabados de Goya sí muere la gente.

Las tropas francesas ocupan España en 1808 y comienza una guerra especialmente feroz que durará hasta 1814. No fue un enfrentamiento de dos ejércitos: la intensidad del sentimiento nacionalista del pueblo español provocó el nacimiento de la guerra de guerrillas. Los héroes de la Guerra de la Independencia son, frecuentemente, curas, salteadores de caminos o campesinos armados con trabucos y navajas. Goya, entre 1808 y 1810, había presenciado los hechos desde su óptica de ilustrado que, como tantos, había creído en un mundo mejor.

La guerra suele llegar casi sin aviso, y para el pintor de Fuendetodos los sucesos fueron cayendo en cascada sobre su idealismo de estirpe francesa. Entre 1811 y 1812, como tan virtuosamente escribiera Galdós, el hambre se instaló en Madrid. En el campo no era una circunstancia excepcional, pero la capital del reino se quedó sin provisiones durante periodos mortales. Se produjo entonces algo que complementa en esta serie de grabados a la violencia intrínseca de cualquier contienda: el egoísmo de los poderosos. Mientras las clases acomodadas tenían de todo, el resto de la gente moría de inanición. Los muertos se pudrían en las calles al paso del pintor.

El dos de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos, Goya

El dos de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos, 1814. Museo Nacional del Prado, Madrid. Foto: ASC.

Si afrontamos el tema de Goya y la guerra, tal vez debiéramos empezar por los dos grandes cuadros del Prado, El dos de mayo de 1808 en Madrid y El tres de mayo, pero en esas dos maravillosas telas la realidad está atenuada. Son obras celebrativas, pintadas para la llegada del deseado Fernando VII. Teóricamente encargadas por María Luisa de Borbón, regente de España, sirvieron para recibir al nuevo rey y para disfrute exaltado de un público excitado y vencedor. En ellas encontramos la dureza de la guerra, pero también una glorificación heroica alejada de la realidad de los grabados. Son dos telas para celebrar a un pueblo y una identidad, no son la realidad bélica, el día a día del que formaban parte el egoísmo y la podredumbre espiritual del periodo 1808-1814.

La serie de los Desastres de la guerra comienza con una estampa llamada Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer en la que un hombre, postrado de rodillas, viste unas ropas pobres y desgarradas en un fondo negro lleno de formas abstractas amenazantes. Es una rememoración de Cristo en el Huerto de los Olivos, y el principio del desastre épico que acaba el grabado Esto es lo verdadero, en el que el monstruo de la guerra aparece junto a la refulgente paz. Es la luz sobre las tinieblas, impresa por el ilustrado optimista irredento que llevará hasta 1823 sus esperanzas de una España mejor. Aquel año Fernando VII acabará con los sueños liberales, prohibirá la difusión de esta serie de grabados y empujará a Goya al exilio. Así de triste. Las planchas de los Desastres no circularían hasta la edición que la Academia lanzó en 1863.

Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer, Goya

Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer (1814-1815), primera estampa de la serie Desastres de la guerra. Foto: Museo Nacional del Prado.

Goya maneja en cada estampa recursos dramáticos que vienen de Callot, pero lo hace de una manera nueva. El lorenés jugaba a planos amplios con figuras pequeñas, con lo que la realidad quedaba tamizada al no contar con los recursos expresivos que sí tuvo Brueghel. Goya se acerca y ejecuta planos medios que, con frecuencia, encontramos en la fotografía un siglo después. Pocas estampas muestran el heroísmo literario de El dos de mayo de 1808 en Madrid y Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Píoel tres de mayo de 1808. Ante estos dos cuadros, la mañana del 13 de mayo, se detuvo el rey felón y disfrutó de las imágenes. No sabemos si las entendió, pero sí entendió que estos grabados, a diferencia de las dos telas, exhibían una realidad que era necesario ocultar para mantener la ficción querida por la corona. Hay en ellos pocas concesiones a lo heroico. Tal vez la estampa 7, Qué valor!, en la que una mujer dispara un cañón de gran calibre sobre una pequeña montaña de muertos, sea la más explícita, ya que remite a Agustina de Aragón, figura popular donde las haya.

Qué valor!, Goya

Qué valor! (1810-1815), estampa núm. 7 de Desastres de la guerra. Foto: Museo Nacional del Prado.

En la visión pausada de estos grabados las violaciones tienen lugar sobre los cuerpos de los hijos muertos de las violadas, un hombre al que han cortado los brazos vomita sobre los cadáveres de sus amigos, los soldados desnudan ajusticiados y, en la más impresionante tal vez, un hombre amputado es clavado en el tronco de lo que parece un olivo. La estampa se llama Esto es peor y en ella el maestro escribió «el de Chinchón» evidenciando conocimiento directo del hecho. Goya vio aquello y lo supo contar, dejando cimas de la abyección en el célebre Grande hazaña! Con muertos! Debajo de todo el horror hay un mensaje profundamente humano que lo enlaza, un siglo después, con Picasso, y es la condena moral a la violencia ciega, venga de donde venga.

En Pablo Ruiz Picasso la vivencia de la guerra es directa. La Primera Guerra Mundial se llevó a muchos amigos, siendo tal vez Apollinaire el más querido. El lapso de tiempo que transcurre entre 1914 y 1918 en París enseñó que el mensaje de los futuristas era para tiempos de paz. Su amor a la guerra y a la máquina como símbolos del excitante nuevo mundo se cobró la vida de algunos, como Boccioni, y derivó en una proximidad al fascismo que cobraría los réditos de la guerra. Picasso era consciente de ello. Él vio a los soldados españoles que volvieron de Cuba, presenció en Barcelona las colas del hambre de los que debieron ser recibidos como héroes. No romantizaba el hecho bélico; sabía, como Orwell, que la guerra olía a mierda, pero no esperaba padecerla en la forma en que ocurrió.

Picasso y la guerra en blanco y negro

Como tan bien sabe la historia, el 17 de julio de 1936 los generales Emilio Mola y Francisco Franco se sublevaron contra el gobierno español. Picasso, en aquellos momentos, era el artista más famoso del mundo. Había dado la vuelta a todo en 1907 con Las Señoritas de Aviñón, un cuadro que estuvo escondido casi diez años. Más tarde, en el 14, había inventado el cubismo, cambiando para siempre la semántica de la pintura y el mismo hecho pictórico. Formó parte de la corriente —que no del grupo— surrealista en los años 20, manteniendo una independencia feroz de la que hizo bandera. Los años 30 veían su triunfo después de los éxitos económicos, artísticos e incluso teatrales, con los decorados para Diaghiliev y los ballets rusos. En ese contexto estalla la guerra en su patria, a la que ya había dejado de venir sistemáticamente, y él toma partido de la mejor manera posible. En un primer momento había aceptado la dirección del Museo del Prado, formando parte de un intento de denuncia internacional que el gobierno quiso llevar a cabo aprovechando el casi unánime apoyo de la cultura a la causa republicana. Más tarde, en 1937, pintó el cuadro más famoso del siglo XX: Guernica.

Guernica, Picasso

Guernica, 1937, por Pablo Picasso. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. Foto: Album.

Todo es muy conocido en torno a esta pintura: el encargo por parte del gobierno para formar parte del pabellón de la Exposición Internacional de París de 1937, sus fases de elaboración, documentadas por Dora Maar, el ensayo de Rudolf Arnheim sobre su forma y simbología, su paso al moma de Nueva York por voluntad de Picasso hasta que muriese Franco, el atentado cometido por un artista mediocre y la vuelta a España con la democracia. Es una de las obras epocales que encierran el contenido de un tiempo feroz, y mueve a millones de personas cada año. Sin embargo, no es tan conocido su mensaje antibelicista.

La leyenda sobre esta obra es frecuente y, en muchos casos, ridícula, pero encuentro visos de realidad en la transposición de las películas cinematográficas a la tela. El malagueño vio la guerra a través de los noticieros de la época, y el uso del blanco y negro es de total coherencia para una obra en la que las mujeres pierden. Guernica era un pueblo desarmado que Franco concedió a la aviación nazi, la terrible Luftwaffe, para que probara los Stuka, aviones de bombardeo en picado que portaban una sirena para provocar el pánico en una población desprevenida. La mayoría eran mujeres y niños. Las mujeres son las víctimas dolientes de un tormento en estallidos lumínicos.

Más allá de cualquier interpretación absurda, están las palabras de Picasso sobre el cuadro: «Mi trabajo es un grito de denuncia de la guerra y de los ataques de los enemigos de la República establecida legalmente tras las elecciones del 31[…]. La pintura no está para decorar apartamentos, el arte es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo. La guerra de España es la batalla de la reacción contra el pueblo, contra la libertad. En la pintura mural en la que estoy trabajando, y que titularé Guernica, y en todas mis últimas obras, expreso claramente mi repulsión hacia la casta militar, que ha sumido a España en un océano de dolor y muerte».

El cuadro es un arma de guerra en un tiempo en el que la pintura no podía ser inocente, y mucho menos decoración. Picasso volverá en 1951 a la guerra con Masacre en Corea, que no gustaría al Partido Comunista por no significar en los asesinos del pelotón a Estados Unidos. Es un canto contra la guerra que nace de Los fusilamientos de Goya para condenar cualquier tipo de violencia. Hay un salto, una fase cumplida en esta obra. Ya no está luchando contra Franco ni contra nadie: está denunciando el hecho en sí, la ciega violencia que obvia las caras de los soldados franceses en el cuadro de Goya, que obvia los bombarderos nazis en Guernica. Es una última fase, ya en la guerra fría, de la expresión antibelicista del arte español.

Masacre en Corea, Picasso

Masacre en Corea, 1951, por Pablo Picasso. Museo Picasso de París. Foto: AGE.

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