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por Carlos Cabrera Pérez
Melanio Ayax Borrero Carrasco (Marianao, 1960) acaba de parir un puñado de cuentos salobres, que cuentan las peripecias de un cubano en los años luminosos y tristes, de los que se evadía; escopeta en mano, en el primer o segundo veril para cazar tiburones, picúas, gallegos y cualquier otro bicho que bordeara el alcance de su puntería submarina.
Pero no estamos solos ante un libro de relatos marinos, en sus páginas hay amor, desgarros, mujeres y hombres de carne y hueso que buscan ser felices pese a la maldición del agua por todas partes y que, en cada zambullida, arriesgan los pocos medios de que disponen para la pesca y hasta la vida; como aquella vez que un tiburón martillo pretendió martillarlo a él y a su novia eterna, en una danza que parecía macabra y es una de las mejores escenas del volumen.
Todo ello ocurre en la costa norte occidental de Cuba, la mismitica que alberga -casi siempre-marejadas peligrosas para embarcaciones menores y que se fue despoblando de especies y ambrosías a ritmo de contingente; obligando a los pescadores de fortunas a alejarse más de la línea de la costa y sumergirse a mayor profundidad en busca del sustento y refuerzo de dieta.
Paradójicamente, Cuba es una rara isla, donde el pescado fresco es un lujo y el limón fruto exótico, pero imprescindible para enjugar las masas de cherna y los lomos de cubera o ruedas de serrucho. Este pequeño inventario de lo que se podía pescar en la plataforma cubana confirma la desidia y torpeza del castrismo en su afán empobrecedor.
La distracción de Angola, paso casi obligado para los hombres de su generación, revela las interioridades de una fálica batería de cañones de 130 milímetros, empinados hacia el cielo; mientras unas jóvenes se bañan en un río cercano y suplican por un jabón al camarada blanco.
Para el autor, la mar es libertad, pero no evasión y regresa siempre a su barrio de infancia, donde gente humilde con códigos de decencia ha sido empobrecida y obligada a cambiar determinados códigos para sobrevivir a la barbarie de la inundación verde oliva.
Allí conviven trabajadores con un maestro de pesca fraterno, Roberto, que pone todo su empeño en alfabetizar a Melanio de la turbulencias de las corrientes y en cómo subir y bajar de un camión que el fin de semana los acerca a la costa, donde él sabe que hay pesca abundante; sea en Barlovento en La Bajada.
Su padre fue el primer maestro en eso de anzuelar, pero sin la calma de Roberto, sin la destreza de quien carga con toda la paciencia del mundo y la esparce entre mojarras mantequeras y meros gigantescos.
Luli, Alex y el negro Julio, un lobo marino en cuerpo de hombre, son coprotagonistas del relato, que tiene unicidad por el desencanto, los extravíos y la convivencia necesaria para irrumpir en un mundo de tiburones de aleta dorsal y bocas gigantescas y de animales de dos patas con uniforme mental, el peor de todos porque pretende desconocer la pluralidad intrínseca a los seres humanos.
Mientras todos ellos navegan en busca de la captura perfecta, el autor va describiendo escenarios de crimen y castigo, la depauperación cubana a manos del castrismo, donde nadie está salvo de la arbitrariedad del jefecillo de turno, casi siempre un ser que desprecia cuanto ignora y que solo goza con el sufrimiento ajeno.
Un oficial de Guardafronteras no cree que su cometido sea cuidar la costa, sino amargar a quienes buscan en la mar lo que no encuentran en tierra desde hace años, comida y ese desasosiego con adrenalina que implica cada encuentro con un peje hemiguayano que saba tanto como los ratones coloraos y casi nunca da la cara ni entrega su vida sin menear al pescador en una contienda corta, pero de una intensidad descomunal.
Pero los pejes, incluso los más feroces, son criaturas angelicales al lado de algunos hombres que desfilan por las páginas del libro, expertos en amargar vidas ajenas y perseguir al prójimo con idéntico celo al de las autoridades que siguen sin entender la nobleza de una barrera de coral y las emboscadas de los esteros de mangles, que son como el desierto antes de llegar a esa maravilla que es Cayo Paraíso, ya mermado -como casi todo en Cuba- menos la represión que ha escalado niveles inauditos porque la orden de combate contra muchos cubanos está dada desde que un pueblo noble cayó en la emboscada puñetera de quienes anunciaban libertad y masificaron redes y jamos contra la gente noble y desprevenida.