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Cuba: matar la esperanza antes que la vida

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Por Max Astudillo

La Habana.- Antes de nacer, un cubano ya tiene dueño. Su futuro fue escrito en un discurso que se repite desde antes de que sus padres concibieran el deseo de traerlo al mundo. Se le condena a una celda ideológica cuyas paredes son las promesas rotas de un sistema que se alimenta de sueños devorados.

El socialismo, ese dios exhausto, le espera en la cuna con un contrato de servidumbre: a cambio de una educación que adoctrina y una salud que se desmorona, deberá entregar su capacidad de pensar, de desear algo distinto, de imaginar un destino que no lleve el sello de la revolución. Es el primer acto de violencia: robarle el porvenir antes de que haya pronunciado su primer llanto.

Se les dice, desde la escuela hasta la tumba, que afuera solo existe el caos. Un mundo capitalista y despiadado donde los niños mueren en las calles y los hombres se devoran entre sí. Se les enseña a temer la libertad como si fuese una enfermedad mortal.

Mientras, se les vende la igualdad como un logro, aunque sea la igualdad en la miseria, en la cola para el pollo, en la resignación de saber que tu vida no te pertenece. La gran mentira no es que prometan un paraíso, sino que te convencen de que el infierno ajeno es peor que el tuyo, y que por eso debes agradecer cada madrugada el haber nacido en la jaula correcta.

La vida detrás del telón

Pero los guardianes de la jaula no viven en ella. La familia real, los Castro, y sus cortesanos vestidos de revolucionarios, han construido su propio reino detrás del telón. Un reino de lujos discretos y privilegios obscenos.

Mientras el pueblo inventa recetas con cáscaras y hojas para calentar el estómago, ellos envejecen whiskies escoceses en sus mansiones de Siboney. Mientras un médico gana menos que un mesero de turismo, sus hijos estudian en universidades de élite en Europa o negocian en el extranjero bajo sociedades pantalla. La igualdad es el cuento que se cuenta en los mítines, no en los palacios donde vive la nueva aristocracia verde olivo.

El control es la verdadera obra maestra del régimen. No basta con vigilar los actos; hay que ocupar la mente. Por eso, durante décadas, el aislamiento fue la herramienta perfecta. Cuba era una urna de cristal empañada, donde solo entraba la voz del comandante.

La información era un lujo extranjero y peligroso. La verdad era contrabando. Se mataba la esperanza mucho antes de que la vida se extinguiera, porque un hombre sin esperanza es un soldado que no cuestiona, un ciudadano que no exige, un muerto en vida que cree estar vivo porque le han dicho que respirar es un privilegio revolucionario.

El ‘monstruo’ se convirtió en posibilidad

Luego llegó internet, lento, caro, controlado, pero llegó. Y con él, el mundo entró a escondidas en las casas. De pronto, los cubanos pudieron ver que el infierno capitalista del que les hablaban también tenía calles pavimentadas, supermercados llenos y gente que criticaba a sus gobiernos sin miedo a la cárcel.

El gran monstruo exterior empezó a parecerse más a una posibilidad que a una amenaza. El espejismo se resquebrajó. Los planes de eternidad empezaron a despeñarse por el barranco de la conexión 3G. Ya no podían matar la esperanza con tanta facilidad, porque la esperanza, ahora, se colaba por una señal de WiFi.

Hoy, el régimen lucha por controlar la narrativa una vez más, pero la grieta es irreversible. Han tenido que aprender que es más difícil engañar a un pueblo que tiene acceso a la información, aunque sea a cuentagotas.

La batalla ya no es solo por la comida o la electricidad; es por el relato. Y en esa batalla, por primera vez en sesenta años, el gobierno lleva las de perder. Porque cuando un pueblo descubre que le han robado no solo el presente, sino también el pasado y el futuro, ya no hay discurso revolucionario que valga. Solo queda el silencio incómodo de los que saben que la mentira tiene los días contados.

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