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Por Max Astudillo ()

La Habana.- A Dios a veces le da por mirar el mapa, señalar un punto casi al azar con su dedo infinito, y decir: aquí. Y entonces manda una plaga, o dos, o siete. Y la gente de ese lugar se pasa la vida preguntándose qué hicieron para merecerlo, buscando un pecado original que justifique tanta saña divina.

Cuba es uno de esos lugares señalados. No con una cruz en el calendario, sino con una maldición bíblica, de esas que se cuentan en el Éxodo, pero en versión caribeña y con un final que nunca llega.

La primera plaga no fue la de la sangre, sino la de un hombre barbudo que bajó de la Sierra Maestra como si bajara del monte Sinaí con unas tablas de la ley que nadie le había pedido. Se llamaba Fidel. Y su discurso era tan largo y tan denso que el país, hipnotizado, no vio que detrás de las palabras empezaba a caer una lluvia de barro seco que lo cubriría todo durante sesenta años.

La segunda plaga no fue de ranas, sino de siglas y consignas. Llegó el comunismo, no como una ideología, sino como una religión sin dios, con su propio catecismo y sus herejes. Y el que no se convirtió, se fue, o se calló, o desapareció en el gran agujero negro de la historia.

La Habana, que era una fiesta, se convirtió en un sermón. Los edificios empezaron a deshacerse como azucarillos en la lluvia, y la gente aprendió a vivir de lo que no tenía, a inventar, a resolver, que es una forma elegante de decir robar al Estado o mendigar al turista.

La tercera plaga fue el hambre. No la de Etiopía, con niños de vientre hinchado, sino la otra, la silenciosa, la que se cuela en las colas interminables, en la libreta de abastecimiento que no abasteció nunca, en la mirada de una madre que reparte un huevo entre tres hijos. Un hambre crónica, de domingo a domingo, que te vacía el estómago y el alma.

La muerte del ganado y la pérdida del azúcar

Dios, en su ira, también miró hacia el campo. Y envió la cuarta plaga: la muerte del ganado. Millones de reses que se fueron muriendo sin que nadie supiera muy bien por qué, o sí lo sabían pero no podían decirlo. Las praderas, que antes parecían un milagro de fertilidad, se llenaron de esqueletos. Y la leche se convirtió en un recuerdo, en algo que los abuelos le cuentan a los nietos como se habla de un tesoro perdido.

La quinta plaga fue la de las tinieblas, pero no de la oscuridad, sino de la ceguera. La caña de azúcar, que era la identidad misma de la isla, su oro dulce, empezó a desaparecer. Los centrales azucareros, aquellos gigantes que rugían en la zafra, se callaron para siempre. Fue como si a un músico le quitaran el instrumento. El paisaje se volvió mudo, y el olor a melado, que impregnaba el aire, se lo llevó el viento para no volver.

Demasiado tiempo

Luego vinieron los huracanes, la sexta plaga. Pero no eran como los de antes, que pasaban y listo. Estos llegaban con una saña especial, como si supieran que la isla ya estaba de rodillas y les diera igual. Se llevaban los techos de fibrocemento, los pocos árboles que quedaban, la esperanza frágil de los que lo habían perdido todo.

Y la gente, en vez de maldecir al cielo, maldecía a la tierra, porque sabían que el huracán se iba en tres días, pero lo otro, lo de siempre, se quedaba.

La séptima plaga, la más bíblica de todas, fue la de la corrupción de los dirigentes. Una úlcera que creció desde dentro, que pudrió todo lo que tocaba. Ellos, los mismos que hablaban de sacrificio y de patria, se fueron haciendo con palacios, cuentas en el extranjero y una vida que sus discursos condenaban. Fue la plaga del cinismo, la que remató la obra de las otras seis.

Y uno mira a Cuba y piensa: ¿qué cojones hicimos para merecer esto? Y no hay respuesta. O sí la hay, pero duele demasiado decirla. Es como si la isla entera hubiera sido el escenario de un castigo desproporcionado, un experimento fallido de la historia o de la divinidad.

Las plagas bíblicas duraron lo justo para que el Faraón cediera. Estas, las de Cuba, no se van. Se han quedado a vivir, se han hecho ciudadanas, tienen carnet del Partido y hablan en nombre del pueblo. Y el pueblo, mientras, sigue ahí, inventando, resistiendo, esperando a que el dedo de Dios se canse de señalarles y se vaya a molestar a otro lado. Pero parece que a Dios le gusta demasiado el paisaje. O le da pena perderse el final.

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