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Por Raúl Casanova ()
Camagüey.- El gobierno cubano no se cansa de hacer el ridículo y nosotros nos prestamos para el juego. Le hacemos la pala, como se dice en el argot popular, sin pudor alguno, porque hay cosas que ya nos parecen normales.
Para nosotros es normal que el mandatario y su séquito visiten cada semana un municipio, se reúna con un poco de militantes y chivatos, hable cualquier tontería, camine por las calles del pueblo, limpias para la ocasión, que no arregladas -insisto en que solo para la ocasión- y que al otro día todo vuelva a la normalidad.
Algunos cubanos aplaudimos -o aplauden- cuando el anormal del presidente dice que en ningún otro país del mundo el gobierno se preocupa por la cantidad de pescado o perrito que debe comer el pueblo. Pues que no se preocupe, que sería mucho mejor. Que se dedique a otras cosas.
Nuestros compatriotas aún se pasan una hora frente a un televisor viendo Desde la Presidencia, un bodrio total de podcast, que el jefe de Estado nos mete por la cabeza cada cierto tiempo, porque él se cree que aún está en Santa Clara y se puede ir a la emisora y conducir un programa por horas ante una audiencia ficticia y 15 o 20 militantes en cada municipio haciendo llamadas telefónicas.
El gobierno hace el ridículo, pero los dirigentes viven bien. En sus casas, en las de sus familias y amantes no falta nada. Sobra la buena comida, la bebida importada, esas pequeñas cosas que hacen que vivir sea un placer y no una odisea.
No les importa que en medio de sus ridiculeces hagan alguna promesa, porque al final será solo una más. ¿Qué más da una promesa más cumplir, una mentirilla piadosa, con tal de mantener al pueblo enganchado?, dirán.
En Camagüey, en esta tierra de hombres bravos donde vivo, pasan cosas tan ridículas que a veces a uno se le antoja pensar que vive en otra dimensión, que no es verdad que seamos de este mundo y que caminemos como seres reales, y no como zombies, por las calles.
Duele pensar que acá nació Ignacio Agramonte y que, en estas tierras, por la libertad del país, dejó su vida y las regó con su sangre noble y valiente.
Voy al grano: en Camagüey se les ocurrió, no sé si al gordo Federico o a alguien más, entregar un módulo a las personas que cumplen 15 años, sin distinción de sexo, y así lo pusieron en las bodegas: «Módulo 15 años».
¿Qué vendieron? Dos litros de yogurt natural, un kilogramo de queso crema, la misma cantidad de queso fresco, dos kilos de jamonada especial, dos kilogramos de croquetas conf (Juro que no sé lo que quiere decir) y seis litros de refresco concentrado. Todo eso, como pueden ver en la foto, por un valor total de dos mil 314 pesos. Vaya, que lo pudieron haber redondeado a 15, 20, incluso a 2400.
Para comer queso, las croquetas mágicas y la jamonada tienes que cumplir 15 años. Es posible que sea la primera y la última vez en la vida que puedas adquirir esos productos, así que te toca comprarlos.
Eso es ridículo, en primer lugar, pero también es abusivo, criminal, sucio, ladino… ¿cómo pueden controlar así lo que la gente necesita y quiere comer? ¿Cómo pueden decidir quién compra o quien no? ¿Qué diferencia hay entre un chico de 12 años y uno de 14 que va a cumplir 15?
¿Pueden nuestros ancianos, cansados de servir, de hacer por el país, de luchar por sobrevivir, comerse un pan con queso? Si le pregunto al primer ministro enseguida rebuzna una respuesta y comienza a comparar con otros países del mundo.
En Cuba, todos hacemos el ridículo. Los obesos gobernantes, los oradores de cada día que intentan justificarlo todo, y nosotros, el pueblo oprimido y chantajeado. Hasta que no tengamos el valor de sacarnos de encima a esta partida de corruptos y ladrones, no tendremos la posibilidad de ser un país digno, una nación libre.