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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- A veces pienso que los gobiernos del mundo, la mayoría, al menos los que tienen algo de sentido común, hablan de los agricultores y los ganaderos como se habla de los héroes anónimos. Los rodean de micrófonos, de cámaras, de anuncios de subvenciones millonarias, de paquetes de ayuda para semillas, para tractores, para resistir la sequía o la plaga.
Es un espectáculo universal, una coreografía de fondos europeos, de créditos blandos estadounidenses, de inversiones brasileñas en riego. Lo hacen y, lo más importante, lo pregonan. Necesitan que se sepa. Necesitan que el tipo que ara la tierra sienta, aunque sea un poco, que no ara en el olvido. Ni en el mar.

En España, no hace mucho, el gobierno anunció un plan de 1.400 millones de euros para aliviar la sequía y comprar pienso. En Brasil, Lula impulsa un Programa de Apoyo al Medio Rural con miles de millones para financiación de cosechas. Estados Unidos despliega su Farm Bill, un monumento legislativo a la subsidiosidad.
Hasta Vietnam, un país con el que a Cuba le gusta compararse a veces, anuncia paquetes de estímulo fiscal para sus cooperativas. Es el ruido del mundo. Un ruido de dinero contante y sonante que, se crea o no en él, al menos se pronuncia.
Luego está Cuba. Y el silencio. O lo que es peor: el ruido de la palabrería hueca. El castrocanelismo ha perfeccionado un arte extraño: el de la simulación apoyística. No anuncian inversiones; anuncian «visitas de trabajo». No desglosan paquetes de ayuda; desglosan «principios de la Revolución».
El productor cubano, el que de verdad suda la camisa en un pedazo de tierra, no espera un cheque. Espera una visita. La comitiva todoterreno, los funcionarios de guayabera impecable, el recorrido por la finca ejemplar (convenientemente preparada), la foto en el surco, el discurso sobre la batalla por la comida y el aplauso final. Y se van. Se suben al auto y se van.

Lo que dejan atrás es exactamente lo mismo que había antes de que llegaran: carencia. No dejan un crédito, un tractor nuevo, un tanque de diesel, un sistema de riego por goteo. Dejan consignas. «Hay que producir más», dicen. «Hay que romper los marcos de la ineficiencia», ordenan.
El campesino se queda mirando su tierra, con las mismas semillas de mala calidad de siempre, con la misma dificultad para acceder a un repuesto, con el mismo mercado donde vender a un precio justo como una epopeya kafkiana. La foto, como era de esperar, ya está en el periódico Granma. La misión, se da por cumplida.
Es el capitalismo surrealista del castrocanelismo: se invierte todo el capital en la propaganda, en la puesta en escena, y cero en la producción real. El apoyo es emocional, literario, casi místico. Se apoya con la presencia, con la arenga, con la fe en que las palabras nutrirán la tierra.
Mientras, el agricultor en España recibe una notificación de una ayuda concreta por hectárea afectada por el granizo. El de Cuba recibe la notificación de que el Ministro de la Agricultura pasó por allí y quedó muy satisfecho con el esfuerzo que se está haciendo. Es como si a un sediento le narraran la poesía del agua en lugar de darle un vaso.

Al final, el campo cubano no es un campo de cultivo. Es un campo de batalla. Una trinchera más donde se libra la guerra eterna entre la realidad y la retórica. Y el productor, el ganadero, el que ordeña una vaca con la esperanza de que no se le muera, es el soldado abandonado en ese frente. Sabe que su gobierno no le enviará refuerzos en forma de recursos.
SAbe que le enviará, si acaso, un corresponsal de guerra para que tome notas de su heroísmo y lo publique, para que su derrota, cuando llegue, tenga un decorado bonito y una frase grandilocuente que la acompañe.