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Por Max Astudillo ()
La Habana.- El Gobierno cubano ha anunciado este miércoles un aumento de pensiones, como quien reparte caramelos en un funeral. Más de un millón de jubilados verán su mísero ingreso crecer en unos pesos que, al ritmo de la inflación, se evaporarán antes de llegar al mercado.
El primer ministro, Manuel Marrero, lo dijo con esa solemnidad burocrática que convierte hasta las buenas noticias en un parte médico: «Es un incremento parcial». Parcial como un parche en un barco que se hunde. Los números suenan bien —1.528 pesos más para el 82% de los beneficiarios—. Sin embargo, eso no compras ni medio cartón de huevos en La Habana.
El discurso oficial insiste en que esto es un triunfo de la «voluntad política». No obstante, omiten mencionar que el 39% de los jubilados sobrevive con pensiones mínimas de 1.528 pesos (4.50 dólares). Una cifra que ni en el realismo mágico alcanza para vivir.
Marrero admite que no hay recursos para una reforma integral. Es como si la economía cubana fuera un paciente terminal al que solo se le pueden administrar placebos.
Mientras, los ancianos rebuscan en la basura o dependen de remesas que EE.UU. ahora obstaculiza. La épica revolucionaria se desvanece frente a la imagen de una abuela calculando si le alcanza para arroz o medicinas.
El gobierno habla de «transformación social» y comunidades prioritarias. Sin embargo, la realidad es un país donde hasta los funcionarios reconocen —en voz baja— que las pensiones son «una broma de mal gusto».
El propio Marrero cifró el costo de esta medida en 22.000 millones de pesos anuales. Una suma que parece abstracta en una isla donde el salario promedio no llega a los 30 dólares. Lo irónico es que el Estado, que durante décadas prometió dignidad en la vejez, ahora delega la supervivencia de sus jubilados a la caridad familiar o al mercado negro.
Los números fríos esconden dramas cotidianos: una pensión «duplicada» a 3.056 pesos sigue siendo menos de lo que cuesta un kilo de pollo. Además, el «tope» de 4.000 pesos no paga una semana de electricidad. Y mientras Marrero enumera logros en comunidades vulnerables, las redes sociales muestran a jubilados haciendo colas interminables para comprar —si hay— aceite o jabón. Productos que hace una década estaban subsidiados.
La narrativa oficial choca con los videos virales de cubanos mostrando qué compran con su pensión: medio puñado de arroz, tres huevos y la resignación de quien sabe que trabajar toda una vida ya no garantiza ni un plato de comida.
El anuncio llega tarde y mal, como casi todo en la Cuba de hoy. Tras años de inflación desbocada y salarios pulverizados, este aumento es como darle un cubo de agua a un incendio forestal. Lo grave no es que sea insuficiente —eso ya se esperaba—. Es que el gobierno siga empeñado en venderlo como un avance, mientras ignora que la gente dejó de creer en los discursos.
Cuando hasta los periodistas oficiales cuestionan abiertamente cómo vivir con 1.500 pesos al mes, queda claro que aquí ni las estadísticas engañan ya a nadie.
Al final, la pregunta no es si este aumento aliviará algo —no lo hará—. Más bien, cuánto más podrá aguantar un pueblo que, entre el bloqueo y la ineptitud, ha convertido la vejez en una condena. La revolución prometió que nadie moriría de hambre, pero nunca aclaró que sobreviviría comiendo basura.