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Por Albert Fonse ()
Se acerca otro aniversario del 11 de julio y, en lugar de sentir orgullo por lo que aquel día representó, lo que siento es un dolor que no se va. Son ya casi cuatro años. Se dice rápido, pero son más de 1,400 días de encierro, de injusticia, de oscuridad para cientos de cubanos que salieron a las calles pidiendo libertad. Muchos de ellos siguen tras las rejas, pagando un precio descomunal por haber gritado lo que millones callan.
Esos hombres y mujeres han vivido el infierno en carne propia. Hambre, enfermedades sin atención médica, golpizas a manos de guardias, celdas de castigo donde no entra ni la luz, amenazas constantes de presos comunes y militares convertidos en verdugos del sistema. Hay días en que ni siquiera pueden hacer una llamada, ni saber si su madre está viva, si su hijo los recuerda, si el mundo se ha olvidado de ellos.
Algunos han perdido dientes por las golpizas, otros han intentado quitarse la vida por la desesperación. Otros sus esposas los han abandonado. Han tenido que recibir la noticia del fallecimiento de su madre. Los enfermos no reciben medicamentos. Los creyentes no pueden ver a un sacerdote. A veces los trasladan sin avisar, como si fueran mercancía. Otras veces los castigan por reírse, por cantar, por dibujar en un papel. Incluso por nada.
Mientras todo eso ocurre, sus familias sobreviven con la mitad del corazón, cargando una preocupación constante, viviendo entre el miedo y la incertidumbre, sin poder dormir tranquilos ni disfrutar momentos simples. Esperan una llamada, una visita, una señal de que están vivos. Cada día es una lucha, porque no se puede estar bien sabiendo que un ser querido está preso injustamente, sufriendo sin motivo.
Sé lo que es eso. Por experiencia propia, puedo decir que mi vida gira en torno a mi hermano. Cada decisión, cada paso, cada noche sin dormir tiene su nombre. No hay descanso mientras él esté preso. No hay alegría completa mientras él esté en esa celda.
Lo único que espero es que los liberen. Que puedan abrazar a sus hijos, a sus madres, que puedan salir al sol, respirar sin miedo, dormir sin un guardia gritándoles al oído. Que puedan tener, aunque sea un poco, de la felicidad que les han robado.
Al pueblo cubano de a pie, no lo olviden: los que hoy están presos no son distintos a ustedes. Son padres, hijos, hermanos, vecinos, gente común que un día se atrevió a decir lo que muchos piensan y pocos se atreven a gritar.
Lo hicieron por todos, por un país entero, por el derecho a vivir con dignidad. Arriesgaron su libertad para que algún día Cuba fuera libre. Hoy sufren por ese acto de valentía, mientras otros caminan en las mismas calles por las que ellos marcharon. Lo que les hicieron a ellos puede repetirse mañana con cualquiera. Porque en una dictadura, nadie está a salvo.
A la comunidad internacional que calla, que mira hacia otro lado mientras cientos de inocentes sufren por ejercer derechos básicos, les digo: su silencio también condena. Defender los derechos humanos no puede ser selectivo. La represión en Cuba es real, documentada, constante, y quienes hoy sufren no necesitan discursos, sino acciones.
La historia no olvidará a los que alzaron la voz, pero tampoco a los que la bajaron cuando más se necesitaba hablar.
Aunque la oscuridad parezca eterna, el amanecer siempre llega. El amanecer llegará.