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Cuando pienso en el hombre, me acuerdo de mi perro

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Por Luis Alberto Ramirez ()

Nunca he creído en la evolución del hombre tal como la plantea la ciencia. La idea de que el ser humano descendió del simio me resulta una historia incompleta, un relato con demasiados vacíos para sostenerse.

Prefiero pensar que Homo sapiens fue y es una especie invasora, una presencia ajena al equilibrio natural de la Tierra. Su irrupción en este planeta significó el principio del fin para las demás especies de homo, y con su expansión, el mundo conoció a un depredador sin precedentes: el único capaz de destruirlo todo, incluso a sí mismo.

El tiempo, en términos evolutivos, no parece suficiente para explicar el salto del simio al hombre. ¿Cómo de pronto aparece una especie con la complejidad genética necesaria para dominar a todas las demás, dotada de razón, pero carente de empatía hacia su entorno?

Nada en la naturaleza se transforma tan rápido ni con tanta ventaja sobre los demás seres vivos. Por eso, pensar que Homo sapiens fue “implantado” o introducido en la Tierra como una especie foránea no suena tan descabellado. Su conducta lo delata: no se adapta al planeta, lo somete.

El planeta no existiría

Desde su llegada, el hombre ha actuado más como invasor que como habitante. No hay equilibrio, solo dominio. Cada invento, cada avance, parece una herramienta más para desmantelar la naturaleza. Ningún animal, por feroz que sea, destruye su propio hábitat. Solo el ser humano puede organizarse para aniquilar bosques, mares, especies enteras… o a otros hombres.

Hay un dicho que dice: “si existieran tantas personas malas como buenas, ya nos habríamos extinguido”. Sin embargo, la historia demuestra que basta con uno solo para arrastrar multitudes hacia la barbarie. ¿Qué sería del mundo si existieran millones de Putín, de Hitler o de tantos otros déspotas que, bajo diferentes nombres, han sembrado muerte y destrucción? Probablemente el planeta ya no existiría.

Quizás, entonces, la gran ironía de la evolución sea que su mayor logro, el ser humano, terminó siendo su peor error. Una especie brillante, sí, pero también condenada por su propia inteligencia; una semilla ajena plantada en la Tierra con un único propósito: destruirla.

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