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La Habana.- En la madrugada del silencio obligado, cuando el gallo ni siquiera se atreve a cantar por miedo a que lo acusen de contrarrevolucionario, los esbirros del régimen volvieron a salir de sus madrigueras. Esta vez, su presa fueron hombres y mujeres que días antes habían osado alzar sus voces —y sus cacerolas— en Baire, ese rincón olvidado del oriente cubano donde el hambre ya no se disfraza de “periodo especial” ni de “bloqueo”, sino que camina descarada por las calles, con la cara descarnada y el estómago vacío. Protestar allí no es un acto político: es un grito de supervivencia.
Pero en la lógica perversa del castrismo, cualquier grito que no sea de alabanza al sistema es un crimen. Así que, con la eficiencia macabra que los caracteriza, agentes de la Seguridad del Estado y sus secuaces uniformados irrumpieron en Contramaestre para detener arbitrariamente a quienes habían participado en el “Cacerolazo de Baire”. No hubo órdenes judiciales, no hubo testigos imparciales, no hubo ley. Solo el método de siempre: la noche, la violencia sorda, la desaparición momentánea y la amenaza velada a las familias. Porque en Cuba, la represión no es un error del sistema: es el sistema.
El modus operandi no ha cambiado desde los años 60: primero, criminalizar la disidencia; luego, aislarla; después, desaparecerla simbólicamente —y a veces físicamente— del relato oficial. Hoy, como ayer, los manifestantes pacíficos son tachados de “mercenarios”, “gusanos” o “agentes del imperio”, como si pedir pan, medicinas o libertad fuera una traición y no un derecho humano elemental. La dictadura cubana, experta en el arte de la simulación, finge sorpresa ante la “ingratitud” del pueblo mientras sus aparatos de control se multiplican como cucarachas en la oscuridad.
Detrás de cada detención hay un patrón: el miedo como herramienta de gobierno. No les interesa convencer; les interesa amedrentar. Que el vecino piense dos veces antes de abrir la boca. Que la madre se trague su queja al ver pasar una patrulla. Y que el joven borre de su mente cualquier idea de cambio. Por eso persiguen con saña a quienes se atreven a decir en voz alta lo que millones piensan en silencio: que este país se está muriendo de asfixia moral, económica y espiritual. Y que ya no alcanza con apagar las luces para que no se vea la miseria.
Pero lo que el régimen no entiende —o quizá entiende demasiado bien— es que cada represión alimenta la llama que pretende apagar. Cada preso político es una semilla de indignación. Cada cacerolazo, aunque dure minutos, deja una huella que no borra la censura. Porque el pueblo cubano ya no cree en los cuentos de hadas del “proceso” ni en las promesas eternas de un futuro que nunca llega. Lo que quiere es vivir hoy, con dignidad, sin tener que pedir permiso para respirar.
Así que sí: exigimos la liberación inmediata de los detenidos en Contramaestre. Pero más allá de eso, exigimos memoria. Exigimos justicia. Exigimos que se reconozca que protestar no es delito, sino acto de coraje en un país donde el coraje se castiga. Y mientras los esbirros sigan cazando sombras, las sombras seguirán creciendo… hasta que un día, sean más fuertes que la noche que las persigue.