Hay una muñeca en el fango. Dos metros después un gato negro, hinchado y muerto. Recuerdo a Lautreamont «quisiera ser un gato muerto».
No sé porque lo recuerdo. No tengo idea.
Veinte kilómetros más allá, después de un puente roto, está mi familia, mi casa, mis amigos.
Nadie sabe nada de ellos.
Todo un municipio ha desaparecido del mapa. Y hay que vivir con eso. Nos dicen. Con las dudas. Con el dolor. Con la tristeza.
Hacemos lo que podemos.
Limpiamos el fango que se aferra a las paredes. A recuerdos de toda una vida.
Rescatamos lo que podemos.
A pesar de la tristeza.
Mis manos se mueven para no pensar. Mi tía llora y me cuenta que el agua llegó de pronto. Que nadie les habló de una presa que estaba aliviando. Que cuando el agua le llegó al pecho pensó que iba a morir. Que su hijo la subió sobre una mesa junto a su esposo y ahí amanecieron. Ahí estuvieron hasta las cuatro de la tarde. Viendo como el agua se lo llevaba todo.
Mi primo perdió cosas invaluables.
Cosas que representaban un futuro lejos de aquí.
Mi primo da gracias por haber estado esa noche con sus padres. Si no serían otro número en una lista semioficial e incompleta.
Y eso no es lo peor.
Lo peor es la tristeza.
Los ojos que me miran están vacíos y tristes. Sigo caminando.
Se me aprieta el pecho a cada paso pero sigo caminando.
La recuerdo a ella. La palabra que me enseñó. La palabra que ama. Petricor: olor a tierra mojada. Pienso que el olor a tierra mojada no siempre es una palabra hermosa. A veces es algo que te golpea y te hace querer llorar. Algo que huele a podrido. A dolor. A cosas muertas.
Mi otra tía me abraza muy fuerte. Me enseña la marca del agua en las paredes. La marca me llega a la altura del cuello y me estremezco.
Mi tía es una mujer muy pequeña. Imagino el terror. El agua que sigue subiendo en la oscuridad. Y tengo miedo.
Tengo miedo por los que están a veinte kilómetros de distancia y nadie sabe de ellos. Tengo miedo de llegar a mi hogar. De ver la misma destrucción. Los mismos ojos vacíos y tristes en las personas que me enseñaron lo poco que sé de la alegría.
Tengo miedo. Pero sigo caminando.
Trato de ayudar donde puedo. Quiero abrazarlos a todos. Aunque no sirva de nada.
Me siento a escribir y la piel se me eriza. Los ojos se ponen borrosos y no puedo continuar. Escribir no sirve de nada.
Escribir no puede salvarlos.
No de sus ojos tristes.
No de haberlo perdido todo.
Dejo de escribir y sigo caminando.
Ahora es un perro. Hay un perro muerto a un lado de la carretera. Tiene los ojos abiertos. Ojos llenos de hormigas, desesperación y miedo. Eso te da una medida exacta de muchas cosas. Alguien me llama y me pregunta si sé algo de mi familia. De esos que están a veinte kilómetros. Detrás de un puente roto dos veces.
Le respondo que no sé nada. Que nadie sabe nada.
Y se me aprieta el pecho.
Comienzo a recordar rostros. Y me aterro. Entro en una casa y sigo ayudando.
Mi tía me busca y dice que vaya a almorzar. Que compartirá su almuerzo conmigo. No he comido nada pero, ¿como podría? Yo sé lo que es perderle todo. Tal vez no así. No en estas circunstancias. Pero lo sé.
Encuentro dinero. Ciento veinticinco pesos exactos. Los recojo y se los ofrezco a un niño que hay sentado en la acera. El niño me mira durante mucho tiempo. Le pongo el dinero en las manos y me siento como una mierda. Solo esto puedo dar. Solo este dinero que me acabo de encontrar. Un dinero que de seguro perteneció a alguien que lo llora ahora mismo. «La poesía sirve para todo. Menos para ganarse la vida». Eso lo dijo Virgilio Piñera. Otro que perdió cosas. Otro que estaba claro. Otro que también tenía miedo.
Como yo ahora.
Rodeado por el olor a tierra mojada.
Un olor que debía recordarme una palabra hermosa. Pero no lo hace.
Sigo caminando.
Ayudo donde puedo.
A pesar del miedo.
A pesar de la tristeza. Sigo caminando.
Evito mirar a la gente a los ojos.