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El Patriarca de los Díaz-Balart. De tal palo, tal astillas
Por Jorge L. León (Historiador e Investigador)
Houston.- Rafael Lincoln Díaz-Balart ocupa un lugar singular en la historia política cubana. Abogado, legislador y figura central del Congreso en los años cincuenta, fue uno de los pocos hombres públicos capaces de leer, con auténtica lucidez, los peligros que se cernían sobre la República.
Su crítica a Fidel Castro no nació de vínculos familiares ni de diferencias personales, sino de un análisis frío, jurídico y político sobre el rumbo que podía tomar el país.
En sus intervenciones, llamó a Castro “ambicioso sin límites”, “demagogo profesional”, “un hombre sin escrúpulos” y “peligro para la República”, caracterizaciones que no provenían de la injuria sino de la observación rigurosa de su conducta política.
Ese talento analítico se expresó con fuerza en mayo de 1955, cuando se discutió la amnistía que permitiría la excarcelación de los asaltantes al Cuartel Moncada.
Mientras buena parte del país celebraba el gesto como una señal de reconciliación, Díaz-Balart tomó la palabra para advertir algo que hoy suena casi premonitorio: liberar a esos hombres sin compromisos políticos claros, sin garantías y sin señales reales de rectificación, era abrir la puerta a un movimiento decidido a sustituir la República por un proyecto totalitario.
Lo dijo sin ambages, señalando que su principal dirigente era, además, un “farsante político” capaz de ocultar sus verdaderas intenciones tras discursos inflamados y promesas calculadas.
Sus palabras fueron un llamado urgente a preservar la institucionalidad. Advirtió que los moncadistas no eran rebeldes improvisados, sino dirigentes con un programa de poder que no reconocía límites constitucionales. Señaló que la amnistía, presentada como un acto magnánimo, podía convertirse en una decisión de enorme costo para el futuro de Cuba. No hablaba con pasión sino con método: estudió las proclamas, los discursos y las señales ideológicas del grupo, y concluyó que la República estaba frente a un peligro real.
La historia confirmó su análisis con una precisión casi quirúrgica. La amnistía permitió la reorganización del movimiento de Fidel Castro, su viaje a México, el entrenamiento de sus hombres y el posterior desembarco del Granma. Aquel acto del Congreso, celebrado por muchos como un gesto humanitario, se convirtió en un punto de inflexión que aceleró los acontecimientos y terminó facilitando la caída del orden republicano en 1959.
Pero más allá de lo profético, el discurso de Díaz-Balart tiene un valor político y moral que merece ser resaltado. Es la prueba de que no todos los legisladores de la época estaban ciegos ante el avance del radicalismo. Mientras la maquinaria oficial buscaba exhibir una apertura tácticamente conveniente para Batista, él entendió que una república debilitada no podía darse el lujo de conceder impunidad a quienes habían elegido la violencia como vía de poder.
Esa lucidez —tan rara en la política cubana de entonces y de ahora— hace que su advertencia siga teniendo un eco profundo. No fue escuchado. No logró detener la amnistía. Pero dejó un testimonio que resuena como una advertencia permanente sobre las decisiones sin visión histórica.
Hay que decirlo con claridad: reconocer la razón de Díaz-Balart no implica convertir la amnistía en la causa única del ascenso revolucionario. La crisis del sistema político, el desgaste moral del gobierno, la falta de pactos amplios y el clima social de la época también contribuyeron a lo que ocurrió después. Pero la decisión de 1955 actuó como catalizador y abrió el camino para la reorganización de un movimiento cuya vocación autoritaria ya estaba visible para quien quisiera observarla.
Visto desde hoy, su intervención parlamentaria es uno de los documentos más valiosos para entender cómo la República se movía, sin darse cuenta, hacia un precipicio. En tiempos donde la historia se manipula, se edulcora o se simplifica, recordar la advertencia de Díaz-Balart es un acto de higiene intelectual. No se trata de nostalgia por una figura política, sino de aprender a escuchar las voces lúcidas antes de que los acontecimientos las confirmen demasiado tarde.
Su discurso de 1955 permanece como una lección contundente: la historia no siempre sorprende. A veces anuncia sus desenlaces. Solo que, como tantas veces ocurre, las sociedades prefieren ignorar a quienes se atreven a ver un poco más lejos que los demás.