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Confabulaciones de barrio

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Por Ulises Toirac ()

La Habana.- Ya he contado que de chama, al lado de mi casa natal, vivían (aún lo hacen) los Miret. Aún no había nacido mi hermana Tania, así que Reynaldo y Rivaldo eran como uña y carne de mi hermano Julio y mío. Hasta comíamos en las casas de ambos.

Era una época en que la vecindad de los barrios habaneros era sostenida y recurrente. Los vecinos funcionaban casi como familia. En el caso que les digo… FAMILIA, sin dudarlo. No había juego o evento en el que no formáramos equipo.

Hacíamos hasta un combito que, con batería, guitarra y violín (Reynaldo estudiaba violín por su padre Reynold, violinista de una orquesta de charanga muy famosa en aquellos días), llenábamos aquella cuadra de Santos Suárez de un ruido infame pero ilusionado, que a veces reunía un público sonriente y aplaudidor que se tapaba discretamente los oídos.

De confabulación en confabulación iba aquel cuarteto, que aún hoy sobrevive a los años y las distancias, y que comprendía maldades infantiles, algunas veces peligrosas, por supuesto. Como el grito, el chancletazo y el cinto hacían su trabajo sin que los sicólogos ni las leyes se metieran a estropearlo, aquello no pasaba a mayores nunca.

Suerte con los juguetes

Un año suertudo para los Miret: agarraron número bajito en lo de los juguetes, y Rivaldo, el menor de ellos, regresó de la tienda con una flamante bicicleta «de catorce» (se refería a las pulgadas; era la menor de las que de dos en dos llegaban a veinte) con «el caballo de hembra».

La envidia a esa edad no es cosa seria, sobre todo si sabes que vas a tener acceso permanente, pero yo miraba aquella bicicleta como toro a vaca tras la cerca. Recuerdo hasta lo que me provocaba… y han pasado más de cincuenta años. La recuerdo más que en la que aprendí a montar un tiempo antes.

Creo que fue la primera vez que Rivy (Rivaldo) la sacó a la calle a jugar. No sé si es fidedigno el dato, pero lo supongo por lo que sucedió. Hicimos turnos y la cosa consistía en ir hasta una esquina, virar, embalarse y pasar de largo hasta la otra, para regresar y entregar al próximo turno.

Rivy y yo éramos los menores de los hermanos de ambas familias. Últimos hijos (en mi caso hasta los diez años), así que éramos medio insoportables los dos. Teníamos siempre alguna rencilla en el mostrador, callada o expuesta.

Así que cuando me tocó mi turno, hice lo esperado, pero como yo era un cabronsón, al regresar para entregar la bicicleta, repetí lo de la primera pasada: me «embalé» y me propuse dar una vuelta adicional.

Rivy no lo pensó. La furia lo hizo plantarse en medio de la calle como superhéroe de Hollywood dispuesto a impedir que el malo cumpliera su objetivo. Y, toreando mis curvas para evadirlo, logró ponerse a tiro para levantar una mano y agarrar una punta del timón mientras yo pedaleaba frenéticamente.

El resultado fue el que puedes imaginar: en ambas casas, gritos y chancletas a granel que hicieron que mis «raspones» fueran un mal menor, a pesar de la regañina olímpica que, creo, todavía tiene sangre mía en aquel pavimento.

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