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Por Edi Libedinsky ()
Thomas Austin era un terrateniente inglés aficionado a la caza que vivía en Victoria (Australia). En 1859 pidió a su hermano en Inglaterra que le enviara 24 conejos silvestres europeos. Quería soltarlos en su propiedad para poder distraerse cazando.
Lo que parecía una simple ocurrencia para entretenimiento acabó convirtiéndose en un problema colosal.
Lo que él no sabía es que en Australia no había depredadores naturales para esos conejos. Además, las condiciones del clima y la vegetación eran ideales para su reproducción.
Como los conejos pueden tener varias camadas al año con múltiples crías, la población creció exponencialmente. En pocas décadas millones de conejos se extendieron por gran parte del país.
Las consecuencias fueron nefastas. Destrucción masiva de la vegetación y cultivos, erosión del suelo por sobrepastoreo, competencia y desplazamiento de especies nativas y más.
El impacto fue tan grande que el gobierno australiano intentó de todo para controlarlos. Utilizó trampas, venenos, cacerías masivas y la construcción de largas vallas anti-conejos. También liberó virus como la mixomatosis y la enfermedad hemorrágica viral del conejo.
Sin embargo, pese a los esfuerzos numerosos, se estima que la población actual de conejos ferales en Australia es de entre 200 y 217 millones. Esto causa un perjuicio económico de unos 200 millones de dólares anuales.
Este es sin duda uno de los peores casos de daño ecológico provocado por la introducción de una especie en un ecosistema. Fue la mano del hombre la que provocó este desastre.