Por Ricardo Acostarana ()
La Habana.- Una vez conocí a una mujer que me dijo que yo olía a hierro. Luego descubrí el metal en su boca. Su cuerpo era una mina a cielo abierto y ningún chileno murió jamás en combate.
Pero los olores no son caústicos, tampoco casuales, menos certeza por trastazos propios.
Esa mujer se crió en un taller de mecánica. Todos los hombres de su familia huelen a eso, a grasa, a hierro.
Pero también los hombres huelen al mataperreo de la escuela; al olor del hierro que vendía la tierra de pueblo adentro cuando ella jugaba al cuatro esquinas de niña, en un terreno de tierra colorá, donde la tierra uno la agarraba con la mano y lograba distinguir unas rarísimas bolitas de metal.
En ese lugar había matas de aguacate que daban una sombra infinita. Pero no había yerba. Solo tierra colorá. Aquellos árboles tenían raíces enormes y una se sentaba a esperar su turno.
A veces llovía, llovía mucho en ese campo de La Habana y estábamos allí, sentados, esperando el turno para llegar a la segunda base, recordando para siempre el grito de ‘¡voy por tí, cardiáco!’.
En ese impasse a una le daba por meter las manos en la tierra mientras se volvía fango y sacaba las bolitas de metal y les limpiaba el fango y las coleccionaba y luego no sabía dónde coño las metía.
Alguna vez olí a eso, a tierra roja que maquilla el asfalto, a tierra batida sobre un columpio entre las ramas de un aguacate.
Esa mujer filtró mi olor a hierro y mis dudas y mis días y mis distorsiones y mis draconianas maneras, y un día me susurró que mi aliento era como el del pan tostado, como ese tueste que se escucha en las panaderías ricas.
Sin embargo debo decir con toda razón, que fue ella la que dejó su huella olfativa, su cóctel químico, sus papilas gustativas en mi horno.
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