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Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Ten a mano lo que más quieres, para cuando se abra una brecha de salida. Así perdí yo a Ruperto, un hermoso gato atigrado que humanizó mis noches sirviendo como recluta en los tristes días del ejército.
Nadie sabe cómo fue a parar allí. Los “guardias” suelen tener una vida de mierda. La reclusión del servicio militar llega en el momento en que el joven debe empezar a ser hombre y lanzarse a disfrutar su libertad. Pero, de pronto, se encuentra recluido como un preso, en contra de su voluntad. En lugar de empezar a descubrir la libertad, con lo primero que se encuentra, es con unas alambradas sin haber cometido delito… O sí: el delito de haber cumplido los 16 años.
Uno de aquellos uniformados lo encontró y lo trajo a la Base Militar. Era un cachorrito de apenas cuatro o cinco meses. Cuando lo vi, la soldadesca se divertía con una broma macabra: te veían desprevenido, llamaban tu nombre y, cuando les dirigías la vista… a unos cuatro o cinco metros, te lanzaban el gato.
Mi hermano mayor, en cambio, tuvo un perro. En el 75, se lo llevaron para el Servicio Militar lejos de casa… allá por un lugar intrincado de Matanzas. Yo no… pero mi intuición me decía que era un lugar horrible, pues mi hermano, siempre cariñoso y feliz, volvía a casa hosco y amargado. Esto, quizás lo estoy deduciendo 50 años más tarde, aunque lo sentí 50 años antes.
—¿Un día también iré yo al Servicio? —le pregunté a mi padre.
—Bah… solo tienes siete años. Los americanos no van a permitir que estos mierdas sigan destruyendo este país. Tranquilo, que no te tocará esa desgracia… Y solo estaba transcurriendo el año 75.
Mi hermano Juan me llevaba diez años. Y su ausencia me dejó solitario. Yo tenía 7 y él 17.
Un día, se apareció en casa con un perro. Y contaba una y otra vez cómo su perro se apareció en la Unidad y la gran proeza que fue traerlo escondido en un tren a casa. Nadie sabe si tenía dueño. Era casi un cachorro, y se encariñó —lo cual era muy fácil— con mi hermano.
Apenas llegó, una noche, el animalillo nos enamoró a todos. Sobre todo por la felicidad con que mi hermano lo presentaba a la familia, mientras acariciaba sus orejas puntiagudas y largas.
Esperé a que uno dijera: Renay… y me volví rápido. Lo vi venir por el aire, exhausto, temblando y angustiado. Lo capturé y lo deslicé bajo el ala de mi chaqueta, como una bolsa sobre el zambrán. Se acurrucó y se quedó inmóvil mientras los guardias se reían.
—Es mío —dije. Y me fui. Por un momento pensé que estaba muerto, con él escondido debajo de mi uniforme.
—Es un lobo… —dijo mi hermano—. Así que ese es su nombre: Lobo… —y el perro amarillo elevaba su cola, juguetón, por el aire.
Mi casa era como aquella que Stevenson, el poeta escocés, deseaba que tuviera todo el mundo, en un pequeño libro. Con suelo de cemento rojo que mi madre siempre tenía pulido. Tablas de pino encaladas y techos de guano de palmeras reales, que mi padre cambiaba cada 7 u 8 años.
Había, además, muchos animales: gallinas sueltas, cerdos corriendo, vacas, caballos… y hubo un hato de ovejas.
Hubo, porque una noche, el Lobo, el bueno de Lobo, que mi hermano había puesto en mis manos para que lo cuidara cuando él regresó a su Unidad, las degolló.
Ruperto, que así le puse por nombre, llegó a convertirse en un hermoso felino. En la Base Antiaérea, yo operaba un radar soviético P-12, de 1956. Era una cabina metálica como una cápsula en la cama de un monstruoso camión Zil-157. Nadie puede declararse buen chofer si no ha domado aquella bestia rusa: un camión sin dirección hidráulica, gomas autoinflables y frenos mecánicos de dudosa precisión.
El P-12 se hizo famoso en Egipto, por una —una más— de las operaciones brillantes del ejército de Israel. Cuando los soviéticos comenzaron a ayudar a Egipto tras la derrota de la Guerra de los Seis Días, la inteligencia del Tzahal descubrió el artefacto en una zona algo remota junto al mar Rojo, en territorio egipcio, y fueron por él. Lo desarmaron bajo una lluvia de balas y tensión, y se lo llevaron, desarmando así la moral de Nasser y del mismísimo bloque comunista que lo utilizaba.
Ruperto pasaba las noches a mi lado. Y me observaba, ronroneante, mientras yo vigilaba el cielo nocturno. Y sus ojos, como el ojo polifémico del P-12 que veía en la noche, eran también de un verde fosforescente. Tranquilizante.
El Lobo descubrió rápido que yo era su protector. Me seguía por entre los bosques y arroyuelos que rodeaban nuestra finca. A la vuelta de la escuela, cuando aún me faltaba casi un kilómetro para llegar a casa, le soltaba un chiflido en medio de la sabana. Y veía salir a toda carrera su cola rubia entre las malvas… venía corriendo a saludarme.
El 21 de marzo del 76, hizo una noche fresca. Cuando mi padre volvió de ordeñar las vacas, pasó por los cuartones de las ovejas y las vio todas dormidas. Eran más de diez. Y cuando intentó despertarlas, estaban muertas. Tenían el cuello desgarrado y las rodeaba un charco de sangre sobre la hierba.
Al llegar a casa, se encontró al Lobo echado sobre sus patas, con el hocico y el pecho —donde tenía un hermoso pelaje blanco— bañado en sangre.
Puso el cubo de leche sobre la mesa. Y colocó el lazo con que ataba las vacas para faenarlas alrededor del cuello del Lobo; lo arrastró hasta el ciruelo del patio… ¡y lo colgó…!
Ruperto había desarrollado una gran fobia al grupo de soldados. O a los soldados en grupo. Los veía, en cantidades de más de dos o tres, y huía despavorido hacia el bosque circundante.
Aquel día, me dieron media hora para que abandonara la unidad. Cuando recogí todo, salí disparado a ver a Ruperto, pero al llegar al camión no estaba allí. Busqué desesperado y no lo hallé. Lo di por perdido… y en un paso estrecho sobre las calizas, encontré dos amigos que vinieron a despedirse. Les pedí que me recuperaran a Ruperto. O al menos lo cuidaran como yo o…
Al mostrarles la zona por donde podría merodear, vi sus ojos entre las malezas al borde del camino. Dejé a los amigos con la palabra en la boca, y extendí mi mano hacia su hocico… y se regodeaba y se la llevaba hasta la cola. Habíamos pasado dos años juntos. Cuando mis amigos se acercaron, salió despavorido monte adentro. Me di cuenta que ya él solo podría sobrevivir allí.
Aquella mañana brillante del 76, alcancé a ver los últimos pataleos del Lobo, que se balanceaba como un péndulo colgando de una rama ancha del ciruelo. Le di la vuelta a la casa y me senté en el suelo a llorar. Escuchaba a mi padre maldecir al Lobo, a la pérdida de las ovejas y hasta al mismísimo servicio militar…
Cuando mi madre vino a consolarme… no me pudo explicar tanta traición.
Mi padre, que estaba al tanto de la situación, me gritaba de lejos que “…este no va a jodernos ninguna oveja, nunca más…”
Mientras decía “este”… le eché un ojo al cuerpo colgante del Lobo. Sus pelos dorados brillaban al sol como una luz en la oscura maleza.
De Ruperto ni de los amigos encargados de él, no supe nunca más.
A las pocas semanas de muerto el Lobo, a unos vecinos, una jauría de perros jíbaros le mataron una docena de corderos una noche. En casa no se habló de ese suceso.
Nadie le dijo nada de ello a mi hermano cuando volvió de permiso a casa. Yo tampoco… pues no quería verlo llorar.