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Por Yoyo Malagón ()
Madrid.- Dani Carvajal le tiró un capote a los árbitros en la concentración de la selección. Y, de paso, dejó mal a su club, en una cruzada contra los árbitros. Lo dijo con una sonrisa que no era de traición, sino de quien ha visto la luz en otro sitio y viene a contarlo.
Es la sonrisa del niño que descubre que en casa de su amigo se cenan hamburguesas todos los días y en la suya sólo verdura. No es que la verdura esté mal, oye, es sana y necesaria, pero a veces apetece gritar un gol sin pensar en el fuera de juego. En la selección, dice, se respira otro aire. Un aire que no huele a goles anulados por el VAR.
Hay algo conmovedoramente honesto en Carvajal, dirán algunos. O algo de blandenguería, pensarán otros. Incluso, algo de condescendencia con todo aquello que huele a árbitros. A Federación. Al Barcelona. Como si el Carva quisiera caer bien en ese mundo donde se mueven sus colegas del Barcelona.
Carvajal, el de la selección, no es el Madrid del «no nos dejan ganar», del comunicado oficial como arma arrojadiza, de la sospecha como táctica. Es el Carvajal de la Roja, ese que a veces exagera. Para quedar bien, digamos. Ese que parece que se le ha escapado un suspiro después de aguantar la respiración demasiado tiempo.
No es un reproche. Es más bien la constatación de que hay dos formas de vivir la capitanía del Real Madrid. Y de la selección. Una, la de Sergio Ramos, que la abraza, la alimenta y la convierte en un escudo tan efectivo como letal, y la de Carvajal, que la sufre como un mal necesario.
La de Ramos era una fe inquebrantable en el «nosotros contra el mundo». Y el Madrid por encima de todo y de todos. La de Carvajal es la del tipo que mira al mundo y dice: «Oye, igual no es para tanto». Una es religión, la otra es sentido común. Y el sentido común, a veces, es lo más revolucionario en un vestuario de fe ciega. Pero a veces, como en este caso, va contra su club.
Esto lo acerca más a Iker Casillas que a Sergio Ramos. Casillas también tuvo sus momentos de poner por delante la cordura del país que la pasión de club. Le costó caro. El Madrid perdona pero no olvida, y menos cuando la disidencia viene de dentro. Carvajal no ha ido tan lejos, claro, pero ha rozado la herejía en un momento delicado. No es lo mismo decirlo cuando ganas 5-0 que cuando cada punto perdido es una tragedia nacional y cada silbato, una conspiración.
Y tampoco es bueno tomar un atajo cuando tu club -el que te paga- y tu afición -que te adora- siguen por el camino principal, poniéndole el pecho a las balas. Contra todos, incluso -o más- contra la prensa.
El Madrid es así: una máquina de generar relato. Y el relato ahora es de asedio, de injusticia, de lucha. Carvajal, sin querer, ha puesto un incómodo espejo delante de ese relato. No lo ha hecho por maldad, sino por esa sinceridad torpe que tienen a veces los que llevan demasiado tiempo dentro de una burbuja y, al salir, descubren que el oxígeno de fuera sabe diferente. Es el alivio del que quita la careta después de un día entero con ella puesta.
O será que sintió tanta nostalgia de la selección que ahora tiene miedo de que lo aparten. De que se pierda el Mundial. Cualquiera sabe.
Al final, volverá al club, se pondrá la armadura y probablemente proteste un córner como si le fuera la vida en ello. Porque es profesional y porque el Madrid te atrapa en su lógica distorsionada. Pero por un momento, en una sala de prensa lejos de Valdebebas, se permitió ser lo que quizá siempre ha sido: un tipo que quiso parecer sensato en un mundo de absolutos. Y en el Madrid, la sensatez a veces suena a blasfemia.
Vamos, que ahora mismo anda sobre el filo de una navaja. De un lado, el que de blanco no se perdona, está Casillas. Del otro, el venerado, se mueven Ramos y Albeloa. Esos son los míos. Y allí quiero a Dani, aunque él, parece, comienza a mirar al otro lado.