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Entre los ecos de las cortes europeas del siglo XX, pocos monarcas vivieron con tanta intensidad —y tanta contradicción— como Carol II de Rumania.
Heredero de una compleja red de familias reales, descendiente de los Colonna, los Hohenzollern y los Romanov, Carol nació en medio de la grandeza… y de los secretos genéticos que marcaron a muchas dinastías europeas. Los médicos de la corte lo describían como un hombre brillante, carismático, pero también inestable, víctima de impulsos que lo arrastraban entre el deber y el deseo.
Su madre, la reina María de Edimburgo, nieta de la reina Victoria, fue una figura fascinante y polémica, cuyo magnetismo inspiró leyendas y rumores. En su entorno se movían nombres ilustres: aristócratas, diplomáticos y amantes discretos. La corte rumana era, en aquellos años, un espejo del viejo mundo que comenzaba a resquebrajarse.
Carol heredó ese fuego.
Inteligente, apasionado, impredecible, fue un rey que no encajaba en el molde. Su vida amorosa —marcada por el escándalo y la devoción hacia Elena Lupescu, la mujer que lo acompañaría hasta su muerte— terminó convirtiéndose en una obsesión nacional.
La historia oficial lo presenta como un monarca de contradicciones: modernizador y autoritario, culto y errático, símbolo de una Rumania que buscaba su identidad entre la tradición y la tormenta política de entreguerras.
Carol II murió en el exilio, en Portugal, lejos del trono y de su país, pero junto a la mujer que había elegido por encima de todo.
Quizás su vida fue, en última instancia, la de un hombre que nunca aprendió a gobernar su propio destino. (Tomado de Datos Históricos)